Te vistes de Azul para opacar el cielo
Y consigues espejos para estar bien segura
Que eres bella, y que hay que ofrecerte tributos de sol...
Si regalas un beso.
Corrían aproximadamente las dos de la madrugada de lo que sería ahora un viernes y la pasión se hacía presente en cada ápice del renombrado motel enclavado en una de las calles de Londres cuyo nombre no conviene recordar. En la suite del último piso estaban, en esa fría noche de un trágico clima emanando un calor increíble.
Dos perfectos desconocidos.
Compartiendo la intimidad como si lo hubieran hecho de toda una vida
Cabe destacar que una conversación de no más de quince palabras los llevó a semejante locura, ya fuera por la increíble química que compartían, el efecto del alcohol en sangre jugando su poderoso papel o simplemente el destino. Eran dos animales haciendo de esa cama su más fiel testigo, devorándose con un deseo digno de demonios y quemándose en un fuego tan ardiente como el infierno mismo. Sus cuerpos brillantes de sudor se movían al compás de una melodía propia de los amantes de un solo encuentro, susurrando incoherencias en el oído del contrario, gritando lo que el corazón—emborrachado de éxtasis—le exigiese. El sonido de la lluvia contra el cristal, los truenos implacables y los gemidos de ambos ambientaba la secuencia, iluminados por las efímeras luces de los relámpagos.
Así terminaron exhaustos, sin aliento ni fuerzas tras tanta acción. Abrazados entre las sábanas mojadas, mezclando respiraciones, latidos y, aunque aún no eran conscientes de ello, estaban mezclando sus caminos, sus vidas y sus historias.
La chica miraba a través del amplio ventanal de hermosos cristales, sus ojos se perdían en los cálidos matices del amanecer neoyorquino. Mirándolo todo, grabando cada detalle en su asombrosa memoria que los especialistas comparaban con la de una cámara fotográfica. Sonriendo hasta con el más pequeño detalle con la ilusión que es más propia de la infancia que de los veintiún años que cargaba su cuerpo.