Parte 1
Vale, era cierto que no esperaba que después de muerto se le apareciera un querubín rubio y regordete que, sonriendo, se lo llevase a dar un paseo por las nubes. Entre otras cosas, porque, dado que la vida había ignorado a Eric, él había ignorado a la vida. De alguna manera, siempre había creído que, si no se molestaban el uno al otro, todo iría bien. Pero no había sido así. Y dado que sus principios no habían funcionado, ahora se preguntaba por qué seguía de pie en el sucio y oscuro callejón, viendo su propio cuerpo entre los contenedores, como cada noche, pero con el detalle de estar empapado de sangre, aún sosteniendo la fría arma que había acabado con su vida. Por supuesto que estar muerto no era divertido pero, dentro de todo lo malo que contaban por ahí, como infiernos, torturas eternas y esas cosas, poder ver, oír, oler y hasta sentir la pared de ladrillo visto que tenía detrás, era lo mejor que le podría haber pasado. Porque él no creía en que un ángel amable fuese a venir a buscarle, ¿no?
Sabía que no se lo merecería. Toda su vida había sido un ladrón, un engatusador y estafador de mucho cuidado, que se dedicaba a toquetear a las chicas por las calles hasta conseguir una cama caliente, a meter la mano en los bolsillos de los hombres trajeados en busca de una involuntaria propina, a sentarse junto a los chiquillos más pequeños y flacuchos de las calles, esperando que alguna anciana sentimental le diese unas monedas… Pero nunca había matado a nadie. Él no había sido como tantos tipos que había conocido en las dos décadas y media que había tenido de vida. Por eso creía que no merecía morir. Por una vez en su vida, pensaba que la vida había sido injusta con él y les tenía envidia a las chicas que tocaba, a los hombres de traje y a las ancianitas generosas. Y su ahora oscuro corazón quería venganza. Venganza para el ratero que se lo había cargado, venganza para todas las chicas, hombres y ancianas que habían tenido la oportunidad de vivir bien y tener dinero que gastar o regalar. Porque él también había merecido esa oportunidad. Y era por eso que ahora, Eric quería vengarse. ¿Quién mejor que un fantasma para matar a la gente sin dejar rastro? Al nuevo Eric no le bastaría con acercarse a la gente y aullarles al oído como había leído en los cuentos que encontraba en las calles. Porque si algo bueno había aprendido en su vida, fue leer y escribir, además de contar y sumar, como le había enseñado un viejo vagabundo que conoció y que siempre le decía que hubo un tiempo en que era profesor de universidad y todos lo llamaban señor, y no viejo. El vagabundo le repetía que estaba seguro que algún día, Eric sería rico, que solo era cuestión de tiempo. Pero ese día no había llegado. Ni llegaría. Ya no. Eric nunca aprendió a restar, el mendigo decía que, en la vida, todo deberían ser ganancias y, para ellos, no era necesaria la resta ni la división. Tampoco lo enseñó a multiplicar. Insistía en que lo que se ganaba poco a poco se agradecía más que lo que llegaba de golpe, como las multiplicaciones, que aumentaban demasiado deprisa el número y hacían avaricioso al hombre.
Por ello, Eric quería sumar víctimas a su lista, de momento vacía. Y sabía muy bien quién sería el que la estrenara.
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Encontró a su asesino al día siguiente. El pobre infeliz no se había alejado mucho, habiendo encontrado refugio junto a una rejilla de ventilación que no dejaba de echar aire caliente. El ladrón dormía arrebujado en la gabardina rota que le había quitado a Eric en el forcejeo, casi sonriendo en sueños. El joven fantasma se preguntaba cómo podía descansar después de haber cometido un asesinato. Pero él sabía mejor que nadie lo que el hambre y la desesperación pueden llegar a hacer, y aquel tipo no tenía pinta de haber comido en días. Eric se agachó junto al ratero dormido y le sopló en el oído. El tipo, de sueño ligero y acostumbrado a huir al menor ruido, despertó de golpe. A pesar de que las primeras luces del alba ya habían aparecido, era domingo, y ningún empresario atareado pasaría por aquella callejuela, muy similar a la que aún escondía el cuerpo de Eric.
El asesino sintió frío, un frío que se le metió en el cuerpo y le impedía respirar con normalidad, a pesar de que el aire cálido seguía saliendo de la rejilla. Le vino a la mente lo ocurrido el día anterior, y el rostro asustado y luego rabioso del joven al que había matado. Pero de algún modo ahora sentía su presencia cerca, muy cerca. Se obligó a sí mismo a pensar que solo eran remordimientos por lo acontecido la noche anterior, pero eso no aliviaba la horrible sensación que le oprimía la garganta.
Eric deslizó un dedo por la roñosa mejilla del ratero, quien se estremeció ante un contacto que sentía, pero a la vez no.
- Estás metido en un buen lío amigo.- Susurró el joven, notando el odio fluir libremente por su cuerpo.
- ¿Qué está pasando? ¿Quién anda ahí?- El ladronzuelo no veía ni oía físicamente a nadie, pero estaba seguro de que había una presencia a su lado, y algo le decía que le estaba hablando.
- Soy yo, ¿me recuerdas? El tipo al que mataste anoche. El chaval al que pillaste desprevenido y sin nada con lo que llenar tu estómago.- El desgraciado fantasma se echó a reír irónicamente, de una forma aterradora, y puso su mano sobre el pecho del anonadado ratero.
- A-alas,- gimió el hombre, visiblemente histérico.- alas negras. Alas grandes, oscuras, muerte…- el ladrón se echó a llorar de repente. Las palabras salían de su boca sin que él tuviese control sobre ellas. Sintió un repentino alivio cuando Eric, sorprendido como él, retiró la mano.
- ¿Alas, dices? Amigo, anoche esperé al angelito que me llevaría al Cielo durante horas y no vino, mucho menos lo hará ahora que voy a matarte.
- Un ángel negro, alas grandes, mata, me mata, me muero porque yo mato.- Repetía incesantemente las palabras, confundido y aterrado. Se orinó encima de puro miedo cuando, al fin, sus ojos le permitieron ver al chico que había matado la noche anterior.
Como él mismo había dicho, Eric estaba envuelto en un halo de oscuridad, y las alas negras y tupidas sobresalían con mucho de su espalda, envuelta, como el resto de su cuerpo, en ropas tan negras como sus ojos, antaño del color de las castañas asadas. El recién descubierto ángel caído miró durante unos segundos y con comprensible sorpresa, las alas que llevaba a cuestas. Pero solo tardó eso, unos segundos en recuperar su odio y abalanzarse de nuevo sobre el asesino, gritando.
- ¿Qué me has hecho, maldita sea? ¡Todo esto es por tu culpa, yo no te hice nada, merecía vivir!- Las frías manos semi etéreas del joven se hundieron en el cuerpo caliente del hombre, quien sintió como su temperatura bajó de golpe, haciéndolo temblar.- Pero tú sí te mereces morir.- siseó.
Sacó sus heladas y letales manos de golpe del cuerpo del ladrón, matándolo en el acto. Cuando se incorporó para irse, dio un ligero puntapié al cuerpo inerte de su asesino, todavía tumbado sobre su improvisado colchón de cartones junto a la aparentemente segura rejilla de ventilación de una casa cercana.
La dueña de esa misma casa no encontraría el cuerpo hasta esa tarde, cuando saliese a tirar la basura. Sería otro vecino quien, alertado por sus gritos, encontrase el cuerpo de Eric, empapado en sangre, seca y negra como el carbón. Para entonces, el dueño de ese cuerpo desangrado, estaría ya muy lejos.
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Alas negras
HorrorEric no era esa noche más que un vagabundo melancólico. Por la mañana, tenía el poder para acabar con la vida de quien quisiera. Unas alas negras adornaban su espala. Elena era demasiado valiente.