Prólogo
Despacio. Más despacio. Deja de correr. Detente. Si no te mueves, él no te verá. Está ahí, al acecho. Pero no puedes huir. Si te mueves, si respiras demasiado, él atacará. Él es un ángel negro, y ha venido a por ti.
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Aquello dolía de verdad. Por más que tiraba, la retorcida daga seguía incrustada en su estómago, y la sangre oscura manaba sin tener una aparente intención de cesar. Y él no quería que cesara. Porque si lo hacía, significaría que estaba muerto. Y por nada del mundo quería morir.
No había tenido una infancia perfecta. Tampoco una buena adolescencia. Ahora, a sus veinticinco años, su vida seguía siendo un auténtico asco. Pero robar y dormir entre contenedores no era tan malo como morir. Y algo le decía a Eric que no iba a salir de esa. Y todo por ese ratero. ¿Qué problema tenía? Él no tenía la culpa si no había un céntimo en sus bolsillos. O si el reloj que llevaba era de imitación. Tampoco tenía la culpa de no tener ni siquiera una muela de oro en el hueco de la que le faltaba por una pelea callejera (en la que, por cierto, estuvieron más que igualados y ahora se enorgullecía del hueco en su encía), ni de no llevar zapatos que le valiesen a ese tío y tener por ello los pies sucios y arañados. Eric volvía a sollozar al tirar de nuevo del cuchillo que, en lugar de salir, parecía hundirse cada vez más en su carne. O quizá solo estaba delirando. Los ojos, negro azabache de pura furia, se le llenaron de lágrimas. El corazón se le encogió, y el alma se le secó de odio. Lanzó un grito de frustración, el último de su vida y tiró. La daga salió, cayó al suelo, y él murió.
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Alas negras
TerrorEric no era esa noche más que un vagabundo melancólico. Por la mañana, tenía el poder para acabar con la vida de quien quisiera. Unas alas negras adornaban su espala. Elena era demasiado valiente.