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Muchas veces la gente conoce a sus vecinos. Vecino de vivienda, vecino en el pupitre, vecino en el trabajo. Aquel que está a su lado y al que presta atención al menos un segundo. Muchas veces, suelen odiarlo sin ningún motivo, otro, son casi como una familia. Muy pocas personas desconocen a su vecino, preguntándose, ¿quién vive en la casa de al lado?

Junkyu se vio obligado a utilizar la mano de visera al bajar del coche. El sol brillaba con intensidad en esa ciudad, donde justamente era llamada la tierra del sol naciente, demasiado para su gusto.

-¿Quieres que te lleve la maleta, chico? -el taxista le entregó la pequeña maleta roja que le había servido a su vez de armario durante la estancia en el hospital. Él negó.

-No, gracias.

El hombre, de cabello oscuro con pequeños mechones plateados por la edad, sonrió, se quitó la gorra y entró dentro del coche. Junkyu esperó a que el motor dejara de sonar para entrar a la casa.

Tenía miedo, no podía negarlo.

Se había pasado meses en el hospital y sus padres no lo habían ido a visitar. Tampoco es que hubiera tenido la esperanza, pero verles la cara hacía todo aquello mucho más real y dolía.

Avanzó hacia la puerta, las manos le temblaban. ¿Cómo reaccionarían? ¿Qué le dirían? ¿Lo abrazarían? No, nadie abrazaría a Junkyu porque no lo merecía. Era un mal hijo, siempre lo había sido por nacer con aquella enfermedad.

La notaron desde pequeño. Siempre había dado problemas y eso había hecho que su familia se desmoronara. Primero perdió el contacto con sus tíos, con sus abuelos, con sus amigos y, finalmente, perdió la confianza de sus padres. A los diez años decidieron irse de Seúl por vergüenza a ir por la calle, al ser reconocidos como los padres del hijo del diablo. Así lo habían apodado y así se lo había creído él.

En Japón la vida no mejoró.

Él había frecuentado aquel país durante todos los veranos. Sus padres tenían una humilde casa en Okinawa y veraneaban allí. Al verse obligados a abandonar su país de origen, decidieron empezar desde cero en la pequeña casa donde siempre habían veraneado. Allí nadie conocía al hijo del diablo, allí nadie los señalaba con el dedo y allí Junkyu podría vivir de forma tranquila.

Sin embargo, al instalarse en ese nuevo lugar, todo empeoró. Su enfermedad aumentó año tras año quedándose sin amigos, sin que los médicos quisieran visitarlo, sin que nadie se atreviera a mirarle a los ojos. No supo el por qué, pero específicamente ese lugar había sido el detonante del odio definitivo de sus padres.
Hubo un punto en que ellos no pudieron más y lo enviaron a un hospital en Osaka.

Los días allí fueron un infierno para Junkyu viendo todo tipo de enfermedades, soportando pastillas, inyecciones, pruebas y comiendo alimentos con sabor a cartón. Pero se prometió ser fuerte y salir de allí para, un día, estar curado y ser el orgullo de sus padres.

Y allí se encontraba. Un caluroso junio, bajo el porche de su casa de verano, lo que había sido su hogar durante diez años.

-Vamos, Junkyu, no puedes ser un cobarde toda tu vida -cerró los ojos. Respiró un par de veces y alargó el dedo.

El sonido resonó por toda su alma.

Quien abrió la puerta fue su madre. Llevaba un vestido de flores y un delantal.

Todo parecía normal, el mismo pelo, los mismos ojos que los de él, la piel fina y perfecta. Sin embargo, estaba sonriendo. Le estaba sonriendo a él.

-¡Hijo! -la mujer lo estrechó entre los brazos y lo besó en la frente. Cuando llegó su padre, aún no había podido reaccionar.

-Hola, Junkyu. Te echábamos de menos -el hombre, una copia exacta de él excepto en los ojos, también le dedicó una sonrisa, aunque su mirada mostraba severidad y prudencia-. ¿Te ayudo con la maleta?

× 𝘁𝗵𝗲 𝗻𝗲𝗶𝗴𝗵𝗯𝗼𝗿𝗵𝗼𝗼𝗱 𝗻𝗲𝘅𝘁 𝗱𝗼𝗼𝗿 ×Donde viven las historias. Descúbrelo ahora