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Junkyu era consciente de que había tocado fondo.

Cuando alguien deseaba dejar de ver, dejar de oír y sentir es que ya no quería seguir viviendo. Ser lo que era lo martirizaba, lo hundía en el lodo de la desesperación y la locura. La mano de Mashiho no era firme ni constante. Él estaba allí cuando más lo necesitaba y había aportado luz a su mundo, pero parecía que toda esa gente quería que él desapareciera.

El hijo del diablo.

Había pasado una semana encerrado en la habitación, alimentándose a base de agua y pan. Lo que podía recolectar por la noche mientras sus padres dormían. Odiaba estar despierto pues las voces de sus vecinos lo torturaban como pequeñas dagas. Odiaba dormir pues era uno de los caminos que lo llevaba hacia sus más oscuros temores.

La mera existencia le pesaba, era como obligarse a respirar cada segundo. Y no podía soportarlo. Sabía que llevaba tiempo en el borde del precipicio. Sólo una simple mano podía proporcionarle la fuerza para salvarse o el empujón para caer en el abismo.

No sabía cuál prefería.

- ¿Junkyu? ¿Hijo? - la voz de su madre lo sacó de su ensoñación. Los temores de su infancia habían vuelto. El que fue su amigo unicornio había aparecido en sus fantasías mientras creía dormir. Seguía siendo el monstruo de entonces. - ¿Estás ahí?

No contestó.

Ella lo sabía. Ella sabía todo. Porque lo observaban las veinticuatro horas del día. Y los odiaba. La odiaba por no atreverse a afrontar al líder del grupo que había decidido matarlo por dentro. Aquel maldito psicólogo al que sólo le importaban ganar dinero.

- Junkyu, abre, por favor -se dio la vuelta e intentó conciliar el sueño. Sabía que era absurdo. Llevaba días sin poder dormir tranquilo-. Por favor, cariño. Te lo suplico...

Se mordió el labio, intentando reprimir toda la rabia contenida. Al final, acabó cediendo. ¿Por qué era tan estúpido? ¿Por qué siempre acababa mostrando su debilidad al resto? Era por eso que habían hecho con su vida lo que habían querido.

Cuando abrió la puerta, su madre lo miró sorprendido. Junkyu creyó ver algo brillar en los ojos de ella, pero sabía que era falso. Una actuación. Sabía qué quería.

- Tu padre quiere hablar contigo -dijo dubitativa-. Por favor, baja.

- Si quiere algo que suba -jamás les había contestado de aquella forma y sabía que se iba a ganar una fuerte reprimenda. Pero todo le daba igual.

Sin mirarla, cerró la puerta y se adentró de nuevo en su habitación. Sin embargo, el miedo lo invadió cuando escuchó gritar a su padre. Preso del pánico, sujetó la mochila que llevó el día que salió con Mashiho y se deslizó por la ventana.

Había poca altura desde su habitación al suelo, pero cayó mal por las prisas, haciéndose daño en el tobillo. Cojeando, se dirigió hacia el único hogar donde se había sentido parte de algo. Parte de alguien.

Cuando llegó, todo estaba vacío. Olía a cerrado y humedad. No le importó, su único objetivo estaba entre las cuatro paredes de aquella habitación. Subió las escaleras a gatas y se derrumbó delante de la puerta.

- Mashiho - susurró. No respondió nadie-. Mashiho, por favor - le dolía el pie y no tenía fuerzas. Estaba tan cansado que casi ni podía respirar-. Por favor...

Los destellos de luz que el sol emitía le quemaban los ojos. Las voces de la calle parecían estar susurrándole en los oídos. Se sujetó la cabeza, agobiado por todo lo que estaba sintiendo.

- ¡BASTA! -gritó-. ¡BASTA! -como pudo, se levantó y golpeó la puerta-.¡MASHIHO, ABRE! ¡POR FAVOR! ¡MASHIHO! -nada. Nadie acudía a su llamada. Estaba solo. Completamente solo y tenía tanto miedo-. ¡MASHIHO, POR FAVOR! ¡TE NECESITO! -volvió a golpear. Una y otra vez, pero siempre obtenía la misma respuesta-. Mashiho... -Junkyu sentía que iba a morir. Estaba mareado y tenía ganas de vomitar. La frustración de no poder llorar lo ahogaba. La incertidumbre de no saber dónde estaba su única salvación lo mataba lentamente-. Por favor... -se deslizó hacia el suelo y se tumbó cual largo era, dejando que la oscuridad lo arropara como una madre cariñosa.

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