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Agosto llegó con más calor de lo previsto.

El aire era húmedo y sofocante, las familias se refugiaban en las playas de la isla y aquellos que no salían disfrutaban de noches al aire libre, hablando con los vecinos mientras se abanicaban con la mano. Junkyu veía todo aquello desde su ventana. Había conseguido rescatar un ventilador viejo y aquello era lo único que le proporcionaba frío. Por lo demás, siempre estaba en la cama, tumbado, observando cómo las luces de los coches pasaban por la ventana.

Mashiho no había vuelto a aparecer y no sabía la razón.

Ya muchas veces lo había llamado desde su habitación, ganándose réplicas de sus vecinos por estar gritando a altas horas de la noche. Otras veces, se la había pasado llorando en la cama por si le había pasado algo a su único amigo.

Había perdido el apetito y lo único que lo mantenía con energías eran esos pastelitos junto a los tés que le preparaba su madre. Sin embargo, a medida que pasaban los días se sentía extraño. La ansiedad y el mal humor iban disminuyendo a medida que pasaban las horas. Aunque seguía llorando la ausencia de Mashiho, los ataques de depresión ya no eran tan frecuentes e incluso una tarde se atrevió a salir al comedor.

-Va mejorando, cariño -decía su madre. Su padre estaba sentando, leyendo el periódico-. Está funcionando.

-No te fíes. Debemos seguir controlándolo.

El pelinegro se tapó la boca para evitar gritar y salió corriendo hacia la habitación. Sin saber qué hacer, decidió coger uno de sus cuadernos y empezar a dibujar sin cesar. Cuando su madre le trajo el té, no se lo tomó. Pasado los días, la ansiedad y el desasosiego volvieron a él como viejos amigos.

Lo entendió todo.

Lo estaban observando.

Lo notaba, lo presentía.

Estaban allí, en alguna parte. Las cámaras de vigilancia que su padre le había puesto cuando él estaba en el hospital. Y las iba a encontrar.

Sin importarle el estado de la habitación, empezó a destrozar cojines, desordenar el armario, romper los cajones y parte del escritorio. Abrió miles y miles de puertas, tablas de madera levantadas y despellejó telas hasta dar con las cámaras.

No encontró ni una, pero a cambio, se encontró con algo que lo calmó.

Al fondo del armario, en una caja vieja y llena de polvo, había un pequeño tesoro de su infancia. Con su nombre escrito en la tapa y dibujos de un circo, aquella arca contenía un objeto que lo dejó aturdido y le hizo olvidar las cámaras ocultas en la habitación.

Era un pequeño libro de páginas gordas. Estaban algo gastadas y las puntas abiertas, pero aún se podía leer el título: «El cervatillo feliz».

Le temblaron las manos al ver aquella pequeña coincidencia.

Era la historia favorita de Mashiho y él tenía el libro. Con una sonrisa en los labios y lágrimas en los ojos, guardó el pequeño tesoro en la mochila que llevó el día que salió con él para mostrárselo al día siguiente.

Se sentía bien, el ataque de ansiedad había pasado y podía salir. Si era para verlo a él, podía. Por eso, a la mañana siguiente se levantó el primero, cogió la mochila y salió corriendo hacia la casa del vecino. Sin embargo, cuando entró, todo estaba frío. Diferente.

-¿Mashiho? -preguntó con la voz temblorosa. Pero ningún destello lo alertó de que había vida en la casa. La chimenea seguía sin fuego, el ambiente olía a polvo, a abandonado. Hacía días que nadie pisaba aquella casa-. ¿Mashiho? -las lágrimas amenazaban con salir. No podía ser que él no estuviera allí.

× 𝘁𝗵𝗲 𝗻𝗲𝗶𝗴𝗵𝗯𝗼𝗿𝗵𝗼𝗼𝗱 𝗻𝗲𝘅𝘁 𝗱𝗼𝗼𝗿 ×Donde viven las historias. Descúbrelo ahora