1. 1958

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1958.

Dos mujeres caminaban sobre un sendero de piedras. Su destino quedaba hacia el este de una colina, donde había una cabaña en lo alto; una de entre tantas que había a kilómetros de las periferias, en el extendido espacio verdoso que los bosquejos abrazaban a cada lado con su brisa perfecta y refrescante.

Iban de parte del Comité de Artes Excéntricas, el cual había brindado a la señora Olivia (una de las dos mujeres) todo el apoyo necesario para cumplir un objetivo, quien también había reclamado y exigido durante varios años una oportunidad de tal semejanza. Por lo que, apenas recibida la invitación, consideró oportuno aceptar de inmediato.

La propuesta sugería visitar una cabaña, la de un hombre con apellido Collins, un «don nadie», como se refería Olivia; y después de un mes, el Comité recibiría el trabajo final del proyecto, inspirado en aquel viaje.

Con el único propósito de: «Desarrollar todas las habilidades artísticas», como anunciaba el Comité, y dar la oportunidad a nuevos artistas de demostrar su talento. Ofreciendo, de entrada, un panorama tranquilo y seguro. Con todos los gastos incluidos y el traslado completamente gratuito.

El nombre de aquella viejecilla era Olivia Lambert, que iba acompañada de Joan Lohan, una joven de veinticuatro años, su nieta. Olivia pretendió, desde muy anticipado, que el deber de la muchacha sería convertirse en una pintora famosa, y, de ese modo, cumpliría su mejor anhelo en la vida: presumir que en su familia sí había sangre de artistas inmaculados.

Olivia era demasiado ruda y reacia respecto a los modos de educar. Habiendo sido entregada por sus padres desde niña, Joan, sintió la necesidad de obedecer. Sin embargo, Joan no era un objeto al que le pudiesen convertir en un prodigio, ya que ésta, desde adolescente, le era imposible hasta retratar, en óleo, una absurda casa. Entonces aprendió a callar, y se comprometió con ella misma a jamás rendirse, pero creyendo que tampoco habría un día que, de la nada, se sacaría de la manga una brillante obra maestra. Por lo que, sin otro remedio más que agachar la cabeza y morderse la lengua, aceptó su destino.

Olivia le reprendía con lo primero que veía a la mano, salpicándole las ropas y dejándoselas, a veces, sin remedio, cuando no terminaba a tiempo. Le jaloneaba de los cabellos cuando le parecía no ver resultados. Usaba sus enormes garras —o uñas— para rasgar la textura que expendía sobre el bastidor.

—¡Yo quiero algo mejor que esa cochinada de Pop-Art! —rugía, sin saber de lo que hablaba, y más con esos dientes en bordes de triángulo que exageraban su aspecto anormal—. Y vas a repetirlo hasta que quede mejor, ¡¿oíste bien!? No quiero caricaturitas ni fantasmitas estúpidos, ¡quiero arte de verdad! —Escupía al berrear, y su aliento era caliente y olía peor que una cebolla pasada de caducidad—. ¡Muchacha, si me muero mañana, será tu culpa, por provocarme estos corajes! ¡Tremenda basura!

Joan se quejaba de que no podía lograr hacer algo mejor si seguía encerrada en su habitación. Entonces, a Olivia se le ocurrió la idea de pedir socorro al Comité. Y, con aquella propuesta en marcha, Olivia le pidió a Joan prometer que, al finalizar su estadía, cumpliría con demostrarle que eso bastaba para lograr lo que siempre le había faltado: asemejarse, con la suficiente exactitud, al pintor paisajista Friedrich.

¿Respirar aire fresco y enfrentarse a la naturaleza, sería suficiente para inspirarse del todo?

LA SECTA SINIESTRADonde viven las historias. Descúbrelo ahora