Destruyendo la poca felicidad en mí

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Unos años atrás:

Me encontraba sentada en un rincón de la cama junto a mi abuela, dándome suaves caricias a mi helada mano- Kaila-, susurró ella. El sonido de aquella voz, destrozada, que decía "por más mal que esté, sonreiré hasta verte reír". Esas cosas son las que más amo y amaré de ella. -Si, abuela- aprete con suma suavidad su cálida mano, en acto para que continuará- Pequeña mía, no quiero que me veas con esos ojos tristes. - sonrío de una manera, que me dolió en los más profundo de mi ser y con una de sus frágiles manos, la elevó hasta hacer desaparecer cualquier rastro de lágrimas que rondará por mi rostro-. Abuela- hablé, en un hilo de voz - no quiero que me dejes, no quiero vivir una vida sin ti a mi lado- después de aquello, más lágrimas amenazaban con salir. -Pequeña, yo siempre estaré contigo... -ahora, éramos las dos que estábamos a punto de soltar un mar de infinitas lágrimas- prometo cuidarte desde el cielo, nunca estarás sola, mi niña-. Eso fue lo que me impulsó a darle un fuerte abrazo, de los que dicen más de mil palabras. Luego de eso, entró mi padre, pidiéndome con aquella mirada rota, que fuese al comedor con los demás familiares. No le negué nada, por mucho que quisiera seguir en esa habitación con ella, lo único que hice fue asentir con la cabeza y darle un último beso. Me destrozó aún más ese acto, porque las dos sabíamos que iba a ser el último. Y llorando, me alejé de aquella  habitación rumbo al comedor. Allí me encontré a mi abuelo, verlo de aquella manera, con la cabeza cabizbaja y dándole miles de vueltas a ese café que parecía estar mucho más que frío, sin siquiera alguna intención enñ tomárselo, hizo que mi corazón se estrujase de tal manera, que lo único que pudiera ver a mi alrededor me doliera. Aparte la vista de mi abuelo y intente concentrarme en la conversación que estaban teniendo en la terraza mis tíos, mientras fumaban. Lo único que me limitaba a escuchar eran maldiciones, también a ver sus rostros cansados y luego me veía a mí, como una tonta, en medio del comedor, llorando, como si me hubieran disparado y la bala se quedará enterrada en mi estómago, pero la realidad me dolía más.
En busca de una distracción, como si dios hubiera leído mi mente, sonó el timbre. Avancé a pasos lentos y cansados hacía la puerta, dónde se encontraban mis primos junto a mis tíos al otro lado. La abrí y no dudé un segundo en busca de un hombro en el cuál apoyarme y ese fue en el de mi prima Olivia. Al separarme, pude contemplar aquellas ojeras parecidas a las que llevábamos todos en esa casa, sin contar los ojos hinchados que teníamos de tanto llorar. Me hice a un lado, permitiéndoles así la entrada y luego cerrar la puerta.
Justo en aquel momento, mi padre salía de la habitación, con los ojos más llorosos que antes. Saludó a los familiares que acababan de venir y, él al perderlos de su vista, fue hacía la cocina. Lo seguí, tampoco sabía que más hacer, así que, fui con él. Mientras se tomaba su café, por otra banda, yo cogí un plátano, al lado de las miles de pastillas que debían tomar mis abuelos. Entonces, en ese mismo momento, recordé todos los momentos que pase junto a ella en estos 18 meses hospitalizada. En cada uno salía tomándose uno de los medicamentos que observaba en aquella estantería.
Ya era demasiado tarde para controlar esos inmensos recuerdos transformados en lágrimas.
Me acerqué a mi padre y lo abracé con tanta necesidad, que se giró del susto, mirándome vulnerablemente ante aquella situación, pero aceptando el abrazo mientras me rompía en mil pedazos, a la vez que me acariciaba el pelo y me intentaba tranquilizar.
Más tarde, nos encontrábamos mi padre, hermana y yo saliendo de allí, para entrar al coche, pero no sin antes formular un -Que descanses, abuela. -sin más cerré la puerta y nos alejamos de aquella casa. Que aunque tuviera tristes recuerdos, sería sin duda mi favorita.

La vie en roseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora