1. Cosas de familia.

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Hoy toca cena familiar

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Hoy toca cena familiar. No vivo muy lejos de mis padres, aunque en realidad en Málaga nada está muy lejos. Es una ciudad relativamente pequeña en la que las distancias son salvables. En coche llego a cualquier sitio en quince minutos como mucho, a casa de mis padres llego en apenas cinco andando. Por eso, entre otras cosas, no he podido poner excusa para no ir. No es que no me gusten las cenas o estar en familia, disfruto mucho con ellos ―al menos la mayoría de las veces―, pero mi familia es un poco... bueno, poco no, la verdad es que es demasiado intensa.

Pero aquí voy yo, entretenido además en poner mi mano sobre toda pared que encuentro a mi paso. Tengo esa manía desde pequeño, aunque sólo lo hago cuando voy solo, porque mi padre nunca ha dejado de repetirme hasta la saciedad el discurso de: "no sabes los virus que hay en las paredes, ¡quita la mano de ahí!". Su único objetivo: que se me quedara grabado en la memoria. Y sí, lo recuerdo, claro que lo hago, pero cuando voy solo y nadie puede reprocharme nada, las palabras dichas por mi padre desaparecen ante mi curiosidad por saber la temperatura de las paredes. Ya sé que es una manía absurda, pero la tengo. Lo peor es que alguna vez me he quemado al no calcular que un día de duro terral *hace que las paredes quemen hasta bien entrada la noche. Se puede decir que además de curioso un poco idiota también soy.

Sin darme cuenta, entre pensamientos de tontas manías, he llegado a la puerta de la casa en la que me he criado. Ya no vivo aquí, y ya no quiero volver porque me mataría con mis padres o me matarían ellos, pero sé que siempre será mi casa. Cuando entro siempre tengo la sensación de hogar.

Doy la vuelta a la llave y la primera que me saluda es mi perrita Giro, que no para de saltarme encima buscando que la acaricie. No me hago de rogar y comienzo a rascarle las orejas. Viendo cómo se va alegre y tranquilamente por el pasillo, no puedo evitar recordar el día que la adoptamos y tuvimos que pensar un nombre.

Igual que no puedo evitar recordarlo, tampoco puedo evitar descojonarme, la verdad. Iba a ser un regalo para mis padres, a los que encanta los animales, y fui con mi abuelo a la protectora para adoptar uno. En cuanto la sacaron de aquella jaula vimos que era la que teníamos que coger, no me hubiera podido perdonar dejarla allí. El problema vino cuando nos dijeron que teníamos que pensar un nombre para el registro y el chip. Fue todo tan imprevisto que no se me ocurría ninguno. Yo creí que tendría algo de tiempo para eso, pero no, van a saco. La gente suele tener nueve meses por delante para buscar un nombre para sus hijos y yo tenía apenas cinco minutos. Sé que hay a quien le parece cruel que compare los niños con los perros, pero no se me ocurre una comparativa mejor. Por suerte iba bien acompañado.

Mi abuelo es una persona parca en palabras, pero no tiene otra cosa mejor que hacer que tratar de decirlo todo en verso. Cada uno en mi familia tiene su propia pedrada y esa es la suya. Es un fiel amante de las obras de Shakespeare. A mí me parece un tanto anticuado pero la verdad es que, aunque se conserva bien, mi abuelo tampoco es un chaval. Tiene una tremenda obsesión y le hubiera encantado llamarse Hamlet, Otello o Mercutio, pero no es así. Le duele demasiado llamarse Paco, y aún hoy por hoy, le cuesta entender cómo su propia hija, a la que llamó Beatriz por una de sus obras favoritas ―Mucho ruido y pocas nueces―, no tuvo en cuenta su opinión cuando nací y me llamó simplemente David. Fui su última oportunidad, puesto que también pasó de él al buscar un nombre para mi hermana. La verdad es que yo me alegro, me encanta mi nombre y nunca me pegaron en el colegio, como seguro habrían hecho de llamarme Otello. ¡Argh! Hasta escalofríos me dan.

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