Chismorreando

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-¿Dónde están los niños? -preguntó la señorita Cornelia cuando los saludos (cordiales de su parte, extasiados de parte de Ana y dignos de parte de Susan) hubieron terminado.
-Shirley está en la cama y Jem, Walter y las mellizas están en su adorado Valle del Arco Iris -dijo Ana-. Casi no pudieron esperar a terminar de almorzar para salir corriendo hacia el valle. Les gusta ese lugar más que cualquier otro en la Tierra. Ni siquiera el
bosque de arces rivaliza con el valle en sus afectos.
-Me temo que les gusta demasiado -terció Susan, severamente-. El pequeño Jem dijo una vez que, cuando muriera, prefería ir al Valle del Arco Iris antes que al cielo, y no fue un comentario muy correcto.
-Lo han pasado bien en Avonlea, ¿no? -preguntó la señorita Cornelia.
-Muy bien. Marilla los mima tanto... sobre todo a Jem: para ella nada de lo que él haga puede estar mal.
-La señorita Cuthbert será una anciana ya -comentó la señorita Cornelia, sacando el tejido para no perder terreno ante Susan. Sostenía que cualquier mujer cuyas manos estuvieran ocupadas tenía siempre ventaja sobre otra que las tuviera ociosas.
-Marilla tiene ochenta y cinco años -dijo Ana con un suspiro-. Tiene el pelo
blanco como la nieve. Pero, increíblemente, ve mejor que cuando tenía sesenta. Es excepcional.
-Bueno, querida, me alegro de que estéis de regreso. Me he sentido muy sola. Pero no nos hemos aburrido en Glen, de eso puedes estar segura. En lo que hace a asuntos de la iglesia, no he pasado una primavera tan movida en toda mi vida. Tenemos pastor por fin, Ana.
-El reverendo John Knox Meredith, mi querida señora -informó Susan, decidida a no permitirle contar todas las novedades.
-¿Es agradable? -preguntó Ana con interés. La señorita Cornelia suspiró y Susan gruñó.
-Sí, agradable sí que lo es -aceptó la primera-. Es muy agradable, y muy erudito, y
muy espiritual. Pero, ¡ay, querida Ana, no tiene sentido común!
-¿Entonces por qué lo han llamado?
-Bueno, no hay duda de que es el mejor predicador que hemos tenido en la iglesia de Glen St. Mary -dijo la señorita Cornelia, cambiando el tema-. Supongo que nunca le han llamado de la ciudad por ser tan soñador y distraído. Su sermón de prueba fue sencillamente una maravilla, te lo aseguro. Todos enloquecieron con él, ¡y su aspecto!
-Es muy bien parecido, mi querida señora, y, para decirle la verdad, a mí me gusta ver un hombre bien parecido en el pulpito.
-Además -dijo la señorita Cornelia-, estábamos ansiosos por decidir el tema. Y el señor Meredith fue el primer candidato sobre el que todos estuvimos de acuerdo. Alguien tenía siempre alguna objeción sobre todos los demás. Se habló de llamar al señor Folsom. Él también predicaba bien, pero a la gente no le gusta su apariencia. Es demasiado oscuro e insípido.
-Era idéntico a un gran gato negro, lo era, mi querida señora -aseveró Susan-. Yo
no podría contemplar a semejante hombre en el pulpito todos los domingos.
-Después vino el señor Rogers, que era como un grumo en el cereal del desayuno: ni malo ni bueno -resumió la señorita Cornelia-. Pero, aunque hubiera predicado como Pedro y Pablo, no le habría valido de nada, porque aquel día la oveja del viejo Caleb Ramsay se metió en la iglesia y lanzó un sonoro balido justo en el momento en que anunciaba su texto. Todos rieron y el pobre Rogers ya no tuvo la menor posibilidad. Algunos pensaron que debíamos llamar al señor Stewart, que es muy educado. Es capaz de leer el Nuevo Testamento en cinco idiomas.
-Pero yo no creo que por eso tenga mayores posibilidades que otros hombres de llegar
al cielo -intervino Susan.
-A casi nadie le gustó su sermón -siguió la señorita Cornelia, ignorando a Susan-. Hablaba gruñendo. Y el señor Arnett no sabía predicar. Además, eligió el peor texto para prueba de toda la Biblia: «Maldito Meroz...»
-Cuando no sabía cómo seguir, golpeaba la Biblia y gritaba con violencia: «Maldito oMeroz». El pobre Meroz, fuera quien fuese, fue maldecido hasta decir basta aquel día, mi
querida señora -acotó Susan.
-Un pastor que se presenta a prueba tiene que tener muchísimo cuidado con el texto que elige -sentenció la señorita Cornelia, solemnemente-. Yo creo que el señor Pierson
habría conseguido la parroquia de haber elegido otro texto. Pero el anunciar «Elevaré mis ojos hacia las colinas» fue su tumba. Todos sonrieron, porque todo el mundo sabe que las
hermanas Hill [en inglés Colina] de Harbour Head le han echado el ojo a todos los pastores solteros que han pisado Glen en los últimos quince años. Y el señor Newman tenía una
familia muy numerosa.
-Se alojó con mi cuñado James Clow -dijo Susan-. «¿Cuántos hijos tiene?», le
pregunté. «Nueve varones y una hermana para cada uno», me contestó. «¡Dieciocho!»,
exclamé yo. «¡Cielo santo, qué familia!» Él no paraba de reír. Pero yo no entiendo por qué, mi querida señora, y no me cabe duda de que dieciocho niños son demasiados para cualquier
rectoría.
-Tenía sólo diez hijos, Susan -explicó la señorita Cornelia con desdén-. Y diez buenos niños no serían mucho peor para la rectoría y la congregación que los cuatro que
tenemos ahora. Aunque yo no diría, querida Ana, que son tan malos. A mí me gustan, les gustan a todos. Serían criaturas encantadoras si hubiera alguien que se ocupara de sus modales y les enseñara qué es lo correcto. Por ejemplo, en la escuela, el maestro dice que son niños modelo. Pero en casa se vuelven salvajes.
-¿Y la señora Meredith? -preguntó Ana.
-No hay ninguna señora Meredith. Ese es precisamente el problema. El señor Meredith es viudo. Su esposa falleció hace cuatro años. De haberlo sabido, no creo que lo
hubiéramos elegido, porque un viudo es peor en una congregación que un hombre soltero.
Pero había hablado de los hijos y todos supusimos que también había una madre. Cuando vinieron, resulta que no había nadie más que la vieja tía Martha, como la llaman. Es una prima de la madre del señor Meredith, creo, y él se la llevó a vivir con ellos para salvarla del asilo de
pobres. Tiene setenta y cinco años, es casi sorda y muy excéntrica.
-Y muy mala cocinera, mi querida señora.
-La peor administradora posible para la rectoría -dijo con aspereza la señorita
Cornelia-. El señor Meredith no quiere otra ama de llaves porque dice que ofendería a la tía Martha. Querida Ana, créeme, el estado en que se encuentra la rectoría es desastroso.
Todo está lleno de polvo y no hay nada en su sitio. ¡Pensar que habíamos pintado y empapelado todo antes de que vinieran!
-¿Dicen que son cuatro niños? -preguntó Ana, comenzando a protegerlos en su corazón.
-Sí. Seguiditos como los escalones de una escalera. Gerald es el mayor. Tiene doce años y le llaman Jerry. Es un niño inteligente. Faith tiene once. Es un chicazo, pero guapa hasta decir basta, hay que admitirlo.
-Parece un ángel, pero es terriblemente traviesa, mi querida señora -dijo Susan, muy solemne-. Yo estaba en la rectoría una noche de la semana pasada y estaba también la esposa de James Millison, que les había llevado una docena de huevos y un tarro con leche; un tarro muy pequeño, mi querida señora. Faith cogió todo y fue a llevarlo al sótano. Casi al final de la escalera tropezó y cayó rodando junto con la leche, los huevos y todo. Se
imaginará el resultado, mi querida señora. Pero la niña vino riendo y diciendo: «No sé si soy yo o si soy un flan». La señora Millison se enfadó mucho. Dijo que nunca más llevaría nada
a la rectoría si iban a desperdiciar y destruir las cosas de esa forma.
-María Millison nunca se esforzó demasiado por llevar cosas a la rectoría -señaló con un dejo desdeñoso la señorita Cornelia-. Aquella noche llevó algo como excusa para calmar su curiosidad. Pero la pobre Faith siempre se mete en líos. Es tan despistada e impulsiva...
-Como yo. Me gustará esa chica -declaró Ana, muy decidida.
-Tiene valor y a mí me gusta el valor, mi querida señora -señaló Susan.
-Hay algo muy atractivo en ella -admitió la señorita Cornelia-. Siempre se la ve
riendo y de alguna manera siempre te da ganas de reír. Ni siquiera en la iglesia puede estar seria. Una tiene diez años y es una criatura muy dulce, no bonita, pero sí dulce. Y Thomas Carlyle tiene nueve. Le llaman Cari y tiene la manía de coleccionar sapos, bichos y ranas y llevarlos a casa.
-Supongo que él fue el responsable de la rata muerta que encontraron en una silla de la sala la tarde en que los visitó la señora Grant. Ella se impresionó mucho -dijo Susan-,
lo cual no me extraña; la sala de una rectoría no es el lugar más apropiado para encontrar una rata muerta. Claro que pudo haber sido el gato el que la dejó allí. Ése sí que tiene todos los demonios que le caben en el cuerpo, mi querida señora. En mi opinión, el gato de una
rectoría debería por lo menos tener un aspecto respetable, sea lo que fuere en realidad. Sin
embargo, nunca he visto un animal tan libertino. Casi todos los días, al atardecer, camina por el techo de la rectoría moviendo la cola, mi querida señora, y eso es impropio.
-Lo peor es que nunca están decentemente vestidos -suspiró la señorita Cornelia-. Y desde que se fue la nieve van a la escuela descalzos. Ahora bien, tú sabes, querida Ana, que eso no es correcto para niños de una
rectoría, en especial cuando la hija del pastor metodista siempre lleva unas botas abotonadas tan bonitas. ¡Y cómo me gustaría que no jugaran en el viejo cementerio
metodista!
-Es muy tentador, ya que está pegado a la rectoría
-adujo Ana-. Yo siempre he pensado que los cementerios han de ser lugares deliciosos para jugar.
-No, usted no puede pensar eso, mi querida señora
-protestó la leal Susan, decidida a proteger a Ana de sí misma-. Tiene demasiado buen sentido y decoro como para eso.
-¿Por qué construyeron la rectoría al lado del cementerio, para empezar? -preguntó Ana-. El jardín es tan pequeño que no tienen sitio para jugar.
-Sí, fue un error -admitió la señorita Cornelia-. Pero se consiguió el terreno
barato. Y nunca antes se les había ocurrido a otros niños que vivieron en la rectoría jugar allí. El señor Meredith no tendría que permitirlo. Pero siempre anda con la nariz hundida en un libro. Lee y lee, o camina por su estudio como en sueños. Hasta la fecha no se ha olvidado de estar en la iglesia ningún domingo, pero dos veces se olvidó de la reunión de
oración y uno de los vicarios tuvo que ir a la rectoría a recordárselo. También se olvidó de la
boda de Fanny Cooper. Lo llamaron por teléfono y entonces salió corriendo tal como estaba, con pantuflas y todo. No importaría si no fuera porque los metodistas se ríen tanto. Pero hay un consuelo: no pueden criticarle los sermones. Se despierta cuando está en el pulpito, puedes creerme. Y el pastor metodista no sabe predicar, según me han dicho. Yo nunca lo he escuchado, gracias a Dios.
El desprecio de la señorita Cornelia por los hombres había disminuido algo desde su boda, pero su desprecio por los metodistas continuaba sin flaquear. Susan sonrió
disimuladamente.
-Dicen, señora Elliott, que los metodistas y los presbiterianos están hablando de unirse
-aventuró.
-Bien, espero estar bajo tierra si llega a suceder -replicó la señorita Cornelia-. Nunca
he tenido trato con los metodistas y el señor Meredith averiguará que le conviene mantenerse lejos de su camino. Es demasiado sociable con ellos, puedes creerme. Caramba, incluso fue a la celebración de las bodas de plata de Jacob Drews y se metió en un buen
apuro como consecuencia.
-¿Qué pasó?
-La señora Drew le pidió que trinchara un ganso asado porque Jacob Drew nunca supo trinchar. Bien, el señor Meredith puso manos a la obra y en el proceso el ganso se le resbaló de la bandeja y cayó justito en la falda de la señora Reese, que estaba sentada junto a él.
Entonces él dijo, con aire soñador:
«Señora Reese, ¿querría tener la bondad de devolverme el ganso?». La señora Reese «se lo devolvió», mansa como Moisés, pero seguramente se pusofuriosa, porque tenía puesto su vestido nuevo de seda. Lo peor de todo es que ella es
metodista.
-Pero a mí me parece mejor que no hubiera sido presbiteriana -terció Susan-. Si hubiera sido presbiteriana, lo más probable es que hubiera dejado la Iglesia, y no podemos permitirnos perder ninguno de nuestros miembros. Y a la señora Reese no la quieren ni en
su propia Iglesia, porque se da muchos aires, de modo que los metodistas se habrán alegrado de que el señor Meredith le haya estropeado el vestido.
-La cuestión es que se puso en ridículo, y a mí, por lo menos, no me gusta que mi pastor se ponga en ridículo a los ojos de los metodistas -puntualizó la señorita Cornelia
rígidamente-. Si tuviera esposa, eso no habría sucedido.
-No veo cómo habrían evitado, aunque tuviera una docena de esposas, que la señora Drew hubiera matado a su gansa más vieja y dura para la fiesta -rebatió Susan con
obstinación.
-Dicen que fue el marido -dijo la señorita Cornelia-. Jacob Drew es un individuo
engreído, avaro y dominante.
-Y dicen que él y su esposa se detestan, lo cual no me parece muy apropiado entre marido y mujer. Claro que yo no he tenido experiencia en ese campo -añadió Susan, sacudiendo la cabeza-. Y yo no soy de las que echan la culpa de todo a los hombres. La
señora Drew también es bastante miserable. Dicen que lo único que se sabe que ha regalado en su vida fue una olla de manteca en la que se había caído una rata. Lo dio como
contribución a una reunión de la iglesia. Nadie se enteró hasta mucho después de lo de la rata.
-Por suerte, todos a los que los Meredith han ofendido hasta ahora son metodistas - reconoció la señorita Cornelia-. Jerry fue a la reunión de oración de los metodistas hace
unos quince días y se sentó junto al viejo William Marsh, que, como siempre, se levantó y dio testimonio con temibles gemidos. «¿Ahora se siente mejor?», susurró Jerry cuando
William volvió a sentarse. El pobre Jerry quería ser simpático, pero al señor Marsh le pareció una impertinencia y está furioso con él. Claro que Jerry no tenía por qué estar en una reunión de oración de los metodistas. Pero van donde quieren.
-Espero que no ofendan a la señora de Alee Davis, de Harbour Head -dijo
Susan-. Es una mujer muy susceptible, según tengo entendido, pero es muy rica y contribuye más que cualquier otro al sueldo del pastor. Oí decir que comentó que los
Meredith son los niños peor educados que ha conocido.
-Cada palabra que dicen me convence más y más de que los Meredith pertenecen a la raza de los que conocen a José - declaró muy decidida la señora de la casa.
-En resumidas cuentas, sí -admitió la señorita Cornelia-. Y eso equilibra todo. De todas maneras, ya los tenemos y debemos hacer lo mejor que podamos con ellos y apoyarlos contra los metodistas. Bien, supongo que es hora de que baje al puerto. Marshall estará en
casa pronto (ha ido al otro lado del puerto) y querrá su comida, como todos los hombres.
Qué lástima que no he visto a los niños. ¿Y el doctor dónde está?
-En Harbour Head. Hace apenas tres días que estamos en casa y en ese lapso ha pasado tres horas en su cama y sólo ha comido dos veces en su propia casa.
-Bueno, todo el mundo ha estado enfermo en las últimas seis semanas esperando a que él volviera a casa, y los entiendo. Cuando ese médico del otro lado del puerto se casó con la hija del enterrador de Lowbridge la gente se puso recelosa. No estuvo bien. El doctor y tú tenéis que venir pronto a contarnos el viaje. Lo habréis pasado muy bien.
-Así es -dijo Ana-. Ha sido realizar un sueño de años. El viejo mundo es precioso
y está lleno de maravillas. Pero hemos regresado muy contentos con nuestra propia tierra. Canadá es el país más bonito del mundo, señorita Cornelia.
-Nadie lo dudó nunca - aseveró la señorita Cornelia, complacida.
-Y la vieja Isla del Príncipe Eduardo es la provincia más bonita de Canadá, y Cuatro Vientos el lugar más encantador de la Isla del Príncipe Eduardo -prosiguió Ana, riendo y mirando con amor el maravilloso crepúsculo sobre el valle, el puerto y el golfo. Lo abarcó con un ademán-. No he visto nada más hermoso que esto en Europa, señorita Cornelia. ¿Ya tiene que irse? Los niños lamentarán no haberla visto.
-Que vengan a verme pronto. Diles que la lata de los bizcochos está tan llena como siempre.
-Ah, durante el almuerzo estaban planeando una invasión a su casa. Irán pronto, pero ahora tienen que volver a la escuela. Y las mellizas van a tomar clases de música.
-Espero que no les enseñará la esposa del pastor metodista, ¿verdad? -inquirió la señorita Cornelia.
-No, Rosemary West. Anoche fui a hablar con ella. ¡Qué guapa es! -Rosemary se mantiene muy bien. Aunque ya no es tan joven.
-A mí me pareció encantadora. Nunca he tenido mucho trato con ella. Su casanqueda tan a trasmano que rara vez la veo, si no es en la iglesia. -La gente siempre ha querido a Rosemary West, aunque no la han entendido - manifestó la señorita Cornelia, inconsciente del alto tributo que estaba pagándole al encanto de Rosemary-. Ellen la ha juzgado siempre, por decirlo de alguna manera. La ha tiranizado, aunque al mismo tiempo la ha consentido en muchos sentidos. Rosemary estuvo comprometida, ¿lo sabías?, con el joven Martin Crawford. El iba en un barco que naufragó en las Magdalenas y toda la tripulación se ahogó. Entonces Rosemary era casi una niña, apenas tenía diecisiete años. Pero jamás volvió a ser la misma de antes. Ellen y ella se han mantenido muy unidas desde la muerte de la madre. No van mucho a su propia iglesia en Lowbridge y tengo entendido que a Ellen no le parece bien ir con demasiada frecuencia a una iglesia presbiteriana. En su favor debo decir que nunca va a la iglesia metodista. Todos los de la familia West han sido siempre firmes episcopalistas. Rosemary y Ellen tienen mucho dinero. Rosemary no necesita dar clases de música. Lo hace porque le gusta. Son parientes lejanos de Leslie, ¿sabes? ¿Los Ford vendrán a puerto este verano?
-No. Se van de viaje al Japón y probablemente estén fuera durante un año. La nueva novela de Owen transcurre en Japón. Éste será el primer verano en que la querida y vieja Casa de los Sueños esté vacía desde que la dejamos.
-Yo diría que Owen Ford podría encontrar mucho que escribir sobre Canadá sin tener que arrastrar a su esposa y a sus inocentes hijos a un país pagano como Japón -rezongó la señorita Cornelia-. El libro de la vida es el mejor que ha escrito hasta ahora y obtuvo su material aquí mismo, en Cuatro Vientos. -El capitán Jim se lo dio casi todo, recuerde. Y él lo había recogido en el mundo entero. Pero a mí los libros de Owen me parecen hermosos.
-Ah, sí, son buenos. Yo leo cada libro que él escribe, aunque siempre he pensado, querida Ana, que leer novelas es una pecaminosa pérdida de tiempo. Le escribiré para decirle mi opinión de ese asunto japonés, créeme. ¿Quiere que Kenneth y Persis se conviertan en paganos? Con esa pregunta sin respuesta la señorita Cornelia se retiró. Susan llevó a Rilla a la
cama y Ana se sentó en los escalones de la galería bajo las primeras estrellas y soñó sus incorregibles sueños y constató por enésima vez lo que puede ser el esplendor y la belleza de la salida de la luna en el Puerto de Cuatro Vientos.

EL VALLE DEL ARCOIRISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora