La señora Davis viene de visita

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John Meredith regresó muy despacio a su casa. Al principio pensó un poco en Rosemary pero, para cuando llegó al Valle del Arco Iris, se había olvidado completamente de ella y meditaba sobre un punto de la teología alemana mencionado por Ellen. Pasó por el Valle del Arco Iris sin enterarse. El encanto del Valle del Arco Iris no tenía nada que hacer contra la teología alemana. Al llegar a la rectoría fue a su estudio y sacó de la biblioteca un grueso volumen para ver quién había tenido razón, si él o Ellen. Permaneció inmerso en sus laberintos hasta el alba, halló una nueva línea de especulación y la siguió como un sabueso rastreador durante toda la semana, completamente perdido para el mundo, su parroquia y su familia. Leía día y noche; olvidaba ir a comer cuando Una no estaba allí para arrastrarlo; no volvió a pensar en Rosemary ni en Ellen. La anciana señora Marshall, del otro lado del puerto, estaba muy enferma y lo mandó buscar, pero el mensaje quedó ignorado sobre su escritorio juntando polvo. La señora Marshall se recuperó pero no lo perdonó nunca. Una joven pareja fue a la rectoría a casarse y el señor Meredith, despeinado, en pantuflas y bata, los casó. Claro que comenzó leyéndoles el servicio fúnebre y siguió hasta «las cenizas a las cenizas y el polvo al polvo» antes de sospechar que algo andaba mal.
—Caramba —comentó, abstraído—, es extraño, muy extraño. La novia, que estaba muy nerviosa, se puso a llorar. El novio, que no estaba nada nervioso, se echó a reír.
—Por favor, señor, creo que nos está enterrando en lugar de casarnos —sugirió.
—Perdóneme —dijo el señor Meredith, como si no importara mucho. Encontró el servicio de matrimonio y lo terminó, pero la novia nunca llegó a sentirse realmente casada. Volvió a olvidarse de la reunión de oración, pero eso no importaba, porque era una noche de lluvia y no fue nadie. Habría olvidado el servicio del domingo de no ser por la señora Davis. El sábado por la tarde, la tía Martha fue a decirle que la señora Davis estaba en la sala y quería verlo. El señor Meredith suspiró. La señora Davis era la única mujer de la iglesia de Glen St. Mary a la que francamente detestaba. Por desgracia, también era la más rica, y la junta de administradores le había advertido que no la ofendiera. El señor Meredith rara vez pensaba en asuntos tan mundanos como su estipendio, pero los administradores eran más prácticos. Eran, además, astutos. Sin
mencionar el dinero, lograron imbuir en la mente del señor Meredith la convicción de que no debía ofender a la señora Davis. De lo contrario, probablemente él la habría olvidado apenas se fuera la tía Martha. Pero, siendo como eran las cosas, dejó su libro con un sentimiento de irritación y cruzó el vestíbulo hasta la sala.
La señora Davis estaba sentada en el sofá, mirando alrededor con aire despectivo.
¡Qué habitación tan vergonzosa! No había cortinas en las ventanas. La señora Davis no sabía que Faith y Una las habían quitado el día anterior para usarlas como  colas de trajes cortesanos en uno de sus juegos y habían olvidado volver a colocarlas, pero no habría acusado con mayor furor a las cortinas de haberlo sabido. Las persianas estaban rotas y desvencijadas.
Los cuadros de las paredes estaban torcidos; las alfombras, arrugadas; los floreros, llenos de flores marchitas; el polvo abundaba, literalmente abundaba.
—¿Adónde estamos llegando? —se preguntó a sí misma la señora Davis, y luego apretó los labios de su fea boca. Jerry y Carl estaban gritando y tirándose por la barandilla de la escalera cuando
ella llegó a la sala. No la vieron y continuaron gritando y deslizándose, y la señora Davis estaba convencida de que lo hacían a propósito. El gallo mascota de Faith
deambulaba por el vestíbulo, se paró en la puerta de la sala y la miró. Como no le gustó lo que veía, no se animó a entrar. La señora Davis exhaló una interjección despectiva. Bonita rectoría, en efecto, donde los gallos se paseaban por las
habitaciones y miraban desvergonzadamente a la gente.
—¡Fuera! —ordenó la señora Davis, amenazándolo con su sombrilla de seda llena
de volantes. Adam retrocedió. Era un gallo prudente y la señora Davis había retorcido el cuello a tantos gallos con sus propias manos en el curso de sus cincuenta años, que el aura del verdugo parecía circundarla. Adam atravesó el vestíbulo cuando entraba el pastor. El señor Meredith seguía en bata y pantuflas y los oscuros cabellos le caían en rizos despeinados sobre la ancha frente. Pero se lo veía como el caballero que era y la
señora Davis, con su vestido de seda y gorro de plumas, sus guantes de cabritilla y cadena de oro, parecía lo que era: una mujer vulgar y de espíritu tosco. Cada uno sintió el antagonismo de la personalidad del otro. El señor Meredith se encogió, pero la señora Davis se aprestó para la acción. Había ido a la rectoría a proponerle un asunto concreto al pastor y no tenía intención de perder ni un segundo. Iba a hacerle un favor, un gran favor, y cuanto antes lo supiera, mejor. Ella lo había estado
pensando todo el verano y al fin había llegado a una decisión. Eso era todo lo que importaba, pensó. Cuando ella decidía algo, era cosa hecha. Nadie más tenía opinión al respecto. Ésa había sido siempre su actitud. Cuando decidió casarse con Alee Davis
se casó con él, y eso fue todo. Alee nunca supo cómo había ocurrido, pero ¿qué importaba? Sería igual en ese caso; la señora Davis había arreglado todo a su propia satisfacción. Ahora sólo restaba informar al señor Meredith.
—¿Podría cerrar esa puerta, por favor? —dijo la señora Davis, abriendo apenas la
boca para decirlo pero hablando con aspereza—. Tengo algo importante que decir y no puedo hacerlo con ese escándalo en el vestíbulo.
El señor Meredith cerró la puerta, obediente. Luego se sentó frente a la señora Davis. Todavía no estaba muy atento a ella. Su mente seguía luchando con los argumentos de Ewald. La señora Davis percibió su alejamiento y eso la irritó.
—He venido a decirle, señor Meredith —dijo agresivamente—, que he decidido adoptar a Una.
—¡Adoptar… a… Una!
—El señor Meredith se quedó mirándola sin expresión en el rostro, sin entender nada.
—Sí. Lo he estado pensando. Desde la muerte de mi esposo, he pensado muchas veces en adoptar a un niño. Pero resultaba muy difícil encontrar a la criatura adecuada. Son muy pocos los niños que yo podría llevar a mi casa. No se me ocurriría
adoptar un niño de un asilo, un vagabundo de los suburbios, con toda probabilidad. Y casi no se consiguen otros niños. El otoño pasado murió uno de los pescadores del puerto y dejó seis hijos. Trataron de que yo me quedara con uno, pero en seguida les
hice entender que yo no tenía la menor intención de adoptar escoria como ésa. Su abuelo había robado un caballo. Además, eran todos varones y yo quería una niña, una niña tranquila y obediente a quien yo pueda educar para que se convierta en una
señorita. Una me vendría de perlas. Sería encantadora si estuviera bien cuidada, ¡es tan diferente de Faith! Yo ni soñaría con adoptar a Faith. Pero me llevaré a Una y le daré un buen hogar y una buena educación, señor Meredith, y, si se porta bien, cuando me muera le dejaré todo mi dinero. Ni uno solo de mis parientes tendrá un
centavo; de cualquier manera, eso lo tengo decidido. Fue la idea de fastidiarlos lo que
me hizo pensar en adoptar un niño al principio. Una estará bien vestida y educada, señor Meredith; la enviaré a aprender música y pintura y la trataré como si fuera mi propia hija.
En ese punto de la conversación el señor Meredith estaba completamente despierto. Había un ligero color en sus mejillas pálidas y una luz peligrosa en sus
hermosos ojos oscuros. Aquella mujer, cuya vulgaridad y sentido de la importancia del dinero le salían por los poros, realmente estaba pidiéndole que le regalara a Una, a su querida y melancólica, a su pequeña Una, con sus ojos azul oscuro, iguales a los de
Cecilia, la niña a quien la madre moribunda apretó contra su corazón cuando sacaron a los otros niños llorando de la habitación. Cecilia se había aferrado a su bebé hasta que los portones de la muerte se cerraron y las separaron para siempre. Había mirado a su esposo por encima de la cabecita oscura de la niña.
«Cuídala mucho, John —había rogado—. Es tan pequeña y tan sensible. Los otros podrán abrirse camino, pero a ella el mundo la lastimará. Ay, John, no sé qué vais a
hacer. Vosotros dos me necesitáis tanto. Pero mantenla cerca de ti, mantenla cerca de ti».
Ésas habían sido casi sus últimas palabras, excepto otras, inolvidables, sólo para él. Y era esa niña a la que la señora Davis, con toda frialdad, anunciaba que se llevaría. Se sentó muy erguido en la silla y miró a la señora Davis. A pesar de la bata gastada y las pantuflas muy usadas, había algo en él que hizo que la señora Davis
sintiera un poco de la antigua reverencia por «los hábitos» según la cual la habían educado. Después de todo, había algo de divinidad en un pastor, aunque se tratara de
un pastor pobre, nada mundano y distraído.
—Le agradezco su amable intención, señora Davis —dijo el señor Meredith con
una cortesía gentil y definitiva—, pero no puedo regalarle a mi hija.
La señora Davis lo miró azorada. En ningún momento se le había ocurrido que él se negaría.
—Pero, señor Meredith —dijo con asombro—. Usted tiene que estar lo… no puede decirlo en serio. Tiene que pensarlo… piense en las ventajas que yo puedo darle a la niña.
—No hay ninguna necesidad de pensar nada, señora Davis. Está absolutamente fuera de la cuestión. Todas las ventajas mundanas que está en su poder otorgarle no podrían compensar la pérdida del amor y el cuidado de un padre. Le doy otra vez las gracias, pero no hay nada que pensar.
La desilusión enfadó a la señora Davis hasta el punto de no poder controlarse. Su cara ancha y coloradota se puso púrpura y le tembló la voz.
—Pensaba que le alegraría tener la posibilidad de que me la llevara —manifestó
con desdén.
—¿Y por qué ha pensado eso? —preguntó el señor Meredith con calma.
—Porque a nadie se le ocurre que a usted le importen sus hijos —replicó la señora Davis despectivamente—. Es un escándalo cómo los descuida. No se habla de otra cosa en este pueblo. Andan mal comidos y mal vestidos y no tienen ninguna educación. Tienen los modales de un montón de indios salvajes. Usted no piensa en su deber como padre. Deja que una niña huérfana venga aquí y se instale durante dos
semanas sin ni siquiera reparar en ella, una niña que hablaba como un carretero, según me contaron. A usted no le habría importado si les hubiera contagiado el
sarampión. ¡Y Faith, poniéndose en evidencia al levantarse en medio del sermón para decir su discurso! O montando un cerdo por la calle; y ante sus propios ojos, si no me
equivoco. Es increíble cómo actúan y usted no mueve un dedo para impedirles nada ni para tratar de enseñarles nada. Y ahora, cuando le ofrezco a uno de sus hijos un
buen hogar y buenas posibilidades de futuro, se niega y me insulta. ¡Bonito padre, usted, hablando de querer y cuidar a sus hijos!
—¡Ya basta, mujer! —exclamó el señor Meredith. Se puso en pie y miró a la
señora Davis con ojos que la hicieron estremecerse—. Ya basta —repitió—. No quiero oírla más, señora Davis. Ya ha hablado demasiado. Puede ser que haya sido negligente
en algunos de mis deberes como padre, pero no le corresponde a usted recordármelo con términos como los que ha usado. Le deseo muy buenas tardes.
La señora Davis no dijo nada ni la mitad de amable que buenas tardes sino que se fue. En el momento en que pasaba junto al pastor, un sapo grande y gordo que Carl había escondido debajo del diván saltó casi a sus pies. La señora dio un alarido y, al tratar de no pisar aquella cosa asquerosa, perdió el equilibrio y la sombrilla. No se cayó, exactamente, pero trastabilló y patinó por la habitación de una manera muy poco digna y acabó tropezando con la puerta, dándole un golpe que la hizo estremecerse de
arriba abajo. El señor Meredith, que no había visto al sapo, se preguntó si le había dado alguna especie de ataque de apoplejía o de parálisis, y corrió alarmado a
ayudarla. Pero la señora Davis, recuperándose, lo apartó furiosa.
—¡No ose tocarme! —casi gritó—. Éstas son más hazañas de sus hijos, supongo. Éste no es un lugar apropiado para una mujer decente. Deme mi sombrilla, que me voy. Jamás volveré a cruzar el umbral de su rectoría ni de su iglesia.
El señor Meredith recogió con mansedumbre la espléndida sombrilla y se la entregó. La señora Davis la cogió y salió. Jerry y Carl habían dejado de tirarse por la barandilla de la escalera y estaban sentados en la galería con Faith. Por desgracia, los tres cantaban, a todo lo que les daban sus jóvenes voces Habrá mucha agitación en el pueblo esta noche. La señora Davis creyó que la canción estaba dirigida a ella y solamente a ella. Se detuvo y agitó la sombrilla en dirección a ellos.
—Su padre es un tonto —manifestó—, y ustedes son tres bribones a los que habría que azotar hasta dejarlos medio muertos.
—¡No es ningún tonto! —gritó Faith.
—¡No somos bribones! —gritaron los varones. Pero la señora Davis se había ido.
—¡Cielos, qué loca! —exclamó Jerry—. ¿Y qué quiere decir bribones?
John Meredith paseó de un lado a otro de la sala durante varios minutos; luego volvió a su estudio y se sentó. Pero no volvió a su teología alemana. Estaba demasiado turbado para eso. La señora Davis lo había traído a la realidad
violentamente. ¿Era él un padre tan negligente, tan descuidado como ella había dicho? ¿Había desatendido de manera tan escandalosa el bienestar físico y espiritual de cuatro
criaturitas sin madre que dependían de él? ¿Estaba su gente hablando con tanta severidad como afirmaba la señora Davis? Sería así, ya que había ido a pedirle a Una con el pleno convencimiento de que él le entregaría a la niña con tan pocos reparos y
tanta alegría como uno puede regalar un gatito sin madre. ¿Y entonces?
John Meredith gimió y volvió a pasearse de un lado a otro de la habitación
desordenada y cubierta de polvo. ¿Qué podía hacer? Amaba a sus hijos tan profundamente como cualquier padre y sabía, más allá del poder de la señora Davis o de cualquiera de su calaña de debilitar su convicción, que ellos lo querían con
devoción. Pero ¿estaba él capacitado para tenerlos a su cuidado? Conocía, mejor que nadie, sus debilidades y sus limitaciones. Lo que se necesitaba era la presencia, la influencia y el buen sentido de una buena mujer. Pero ¿cómo se arreglaba eso? Aun
cuando pudiera conseguir un ama de llaves así, la tía Martha se sentiría profundamente herida.
Ella creía que podía seguir haciendo todo lo necesario. Él no podía herir e insultar
así a la pobre vieja que había sido tan bondadosa con él y los suyos. ¡Cómo había cuidado a Cecilia! Y Cecilia le había pedido que fuera muy considerado con la tía Martha. Claro que, lo recordó de pronto, la tía Martha había sugerido una vez que él debía volver a casarse. Una esposa no le molestaría como podría hacerlo un ama de
llaves. Pero eso estaba fuera de la cuestión. Él no deseaba casarse, no quería a nadie y no podía querer a nadie. Entonces ¿qué podía hacer? De pronto se le ocurrió ir a Ingleside a hablar de sus dificultades con la señora Blythe. La señora Blythe era una de las pocas mujeres con las que nunca se sentía tímido ni se quedaba mudo. ¡Era
siempre tan comprensiva! Pudiera ser que ella le sugiriera alguna solución a sus problemas. E incluso, aunque no le sugiriera nada, el señor Meredith necesitaba la compañía de un ser humano normal después de aquella dosis de señora Davis, algo que le quitara el mal gusto que le había dejado.
Se vistió de prisa y comió con menos distracción que de costumbre. Pensó que no era una buena comida. Miró a sus hijos; se los veía bastante rozagantes y saludables, excepto a Una, y ella no había sido muy fuerte ni en vida de su madre. Todos reían y parloteaban; se los veía felices. Carl estaba especialmente contento porque tenía dos hermosas arañas caminando por su plato. Sus voces eran agradables, sus modales no parecían malos, eran considerados y amables los unos con los otros. Sin embargo, la señora Davis había dicho que su comportamiento era motivo de murmuraciones entre la congregación. Cuando el señor Meredith salía por el portón, el doctor Blythe y su esposa pasaban por la calle rumbo a Lowbridge. El pastor se entristeció. La señora Blythe se iba; era inútil ir a Ingleside. Y ansiaba tanto un poco de compañía… Al mirar desesperanzado el paisaje, la luz del atardecer iluminó una ventana en la vieja casa de las West, sobre la colina. Relumbró en tonos rosados como un faro de la buena suerte. De pronto recordó a Rosemary y Ellen West. Pensó que le gustaría un rato de mordaz conversación de Ellen. Pensó que sería agradable volver a ver la lenta y dulce sonrisa de Rosemary y sus tranquilos ojos celestes. ¿Cómo era aquel viejo poema de sir Philip Sidney?: «consuelo permanente en un rostro», eso le iba bien a ella. Y él necesitaba consuelo. ¿Por qué no ir de visita? Recordó que Ellen le había dicho que fuera de vez en cuando y tenía que devolverle el libro a Rosemary; tendría que devolvérselo antes de olvidarse. Tenía la espantosa sospecha de que en su propia biblioteca tenía muchísimos libros que había pedido prestados en ocasiones diversas y distintos lugares y que había olvidado devolver. Era su deber evitar hacer lo mismo esta vez. Volvió al estudio, cogió el libro y encaminó sus pasos hacia el Valle del Arco Iris.

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