Los niños de Ingleside

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Durante el día, a los niños Blythe les gustaba mucho jugar en los suaves verdes y las penumbras del gran bosque de arces que había entre Ingleside y el estanque de Glen St.  Mary, pero para las veladas nocturnas no había ningún lugar como el vallecito detrás del bosque de arces. Era un mágico reino de sueños para ellos. Una vez, mirando desde las ventanas de la buhardilla de Ingleside, a través de la niebla y los restos de una tormenta de verano, habían visto el lugar atravesado por un glorioso arco iris, uno de cuyos extremos parecía hundirse en un punto donde un rincón del estanque penetraba en el valle.
—Llamémosle Valle del Arco Iris —dijo Walter, encantado, y Valle del Arco Iris se llamó en adelante.
Fuera del Valle del Arco Iris el viento podía rugir. Allí era suave. Encantados
caminitos serpenteantes corrían aquí y allá por encima de raíces de abetos acolchadas con musgo. Diseminados por todo el valle y mezclándose con los oscuros abetos, había cerezos silvestres, que en época de floración eran de un blanco vaporoso. Un arroyito con aguas color ámbar lo atravesaba desde el pueblo de Glen.
Las casas del pueblo estaban convenientemente lejos; sólo en el extremo superior del valle había una cabaña semiderruida y solitaria conocida como «la vieja casa de los Bailey». Estaba desocupada desde hacía muchos años, pero la rodeaba un terraplén cubierto de hierba, y dentro de éste había un antiguo jardín donde los niños de Ingleside podían encontrar violetas, margaritas y lirios de junio que todavía florecían cuando llegaba la estación. Por lo demás, el jardín estaba lleno de alcaravea, que se mecía y se esponjaba en las noches de verano como un mar de plata. Hacia el sur estaba el estanque y, más allá, el horizonte se perdía en bosquecillos color púrpura excepto donde, sobre una colina alta, una vieja casa gris miraba hacia el valle y el puerto. Había algo salvaje y solitario en el Valle del Arco Iris, a pesar de su cercanía con el pueblo, que lo hacía precioso a los ojos de los niños de Ingleside. El valle estaba lleno de hondonadas, la mayor de las cuales era su campo de juegos preferido. Allí se hallaban reunidos esta noche en particular. Había un bosque de jóvenes arces en la hondonada, con un diminuto claro con césped en el centro, que
daba a la orilla del arroyo. Junto al arroyo crecía un abedul plateado, un árbol joven, increíblemente derecho, al que Walter había bautizado «dama blanca». En aquel claro
también estaban los «árboles enamorados», como llamaba Walter a un abeto y un arce que crecían tan juntos uno del otro que sus ramas estaban inextricablemente unidas.
Jem había colgado una vieja ristra de cascabeles de trineo, obsequio del herrero de Glen, en los árboles enamorados y cada brisa que los visitaba les arrancaba súbitos
tintineos.
—¡Qué alegría estar de vuelta! —dijo Nan—. Después de todo, no hay en Avonlea ningún lugar tan bonito como el Valle del Arco Iris. Pero a pesar de esas palabras, todos querían mucho Avonlea. Una visita a Tejas
Verdes era siempre tenida por un gran acontecimiento. La tía Marilla era muy buena
con ellos, al igual que la señora Rachel Lynde, que pasaba la vejez tejiendo colchas de algodón para el día en el que las hijas de Ana necesitaran un ajuar. Había divertidos compañeros de juegos también: los hijos del tío Davy y los de la tía Diana. Conocían todos los lugares que su madre había querido tanto en su niñez en Tejas Verdes: la larga Senda de los Amantes, bordeada de rosas en la época de las rosas silvestres, el patio siempre bien ordenado, con sus sauces y sus álamos, la Burbuja de la Dríada,
reluciente y bella como antaño, el Lago de las Aguas Resplandecientes y Willowmere.
Las mellizas dormían en la antigua habitación de su madre en la buhardilla y la tía Marilla solía ir por las noches, cuando creía que dormían, a contemplarlas. Pero todos sabían que quería a Jem más que a todos los demás.
En aquellos momentos, Jem estaba ocupado friendo una carnada de truchas que acababa de pescar en el estanque. Su cocina consistía en un círculo de piedras rojas,
con un fuego encendido sobre ellas, y sus utensilios de cocina eran una vieja lata, achatada a martillazos, y un tenedor al que le quedaba apenas un diente. No obstante,
había preparado allí excelentes comidas.
Jem era el niño de la Casa de los Sueños. Todos los demás habían nacido en
Ingleside. Él tenía rizados cabellos rojos, como su madre, y francos ojos color
almendra, como su padre; tenía la hermosa nariz de su madre y la boca firme y de gesto amable de su padre. Y era el único de la familia con orejas lo bastante bonitas como para complacer a Susan. Pero tenía un pleito con Susan porque ella no
renunciaba a llamarlo pequeño Jem. Era humillante, pensaba Jem, con sus trece años.
Mamá tenía más sentido común.
—Yo ya no soy pequeño, mamá —había exclamado, lleno de indignación, cuando cumplió ocho años—.Soy impresionantemente grande.
Mamá suspiró, rió y volvió a suspirar; y nunca volvió a llamarlo pequeño Jem, al
menos en su presencia.
Él era y siempre había sido un muchachito decidido y de confianza. Nunca rompía una promesa. No hablaba mucho. Sus maestros no lo consideraban brillante, pero era un buen estudiante. Nunca tomaba las cosas como se le presentaban, sino que le encantaba investigar por sí mismo la veracidad de una afirmación. Una vez Susan le dijo que si tocaba con la lengua un picaporte escarchado se le caería la piel. Jem lo hizo en seguida, «para ver si era cierto». Averiguó que sí lo era al costo de una lengua
muy dolorida durante varios días. Pero a Jem no le molestaba el sufrimiento en interés de la ciencia. Mediante una constante experimentación y observación aprendía mucho y sus hermanos y hermanas pensaban que su extenso conocimiento sobre su pequeño mundo era algo maravilloso. Jem siempre sabía dónde crecían las primeras bayas, las más maduras; dónde despertaban tímidamente de su sueño invernal las primeras pálidas violetas; y cuántos huevos azules había en determinado nido de petirrojo en el bosque de arces. Podía decir la fortuna con los pétalos de las margaritas, chupar la
miel a los tréboles rojos y arrancar todo tipo de raíces comestibles en las orillas del estanque, mientras Susan no dejaba de temer que terminaran todos envenenados.
Sabía dónde podían encontrar la mejor goma de abeto: en los nudos ámbar pálido de la corteza con líquenes; sabía dónde crecían más nueces en los bosques de hayas de
Harbour Head y dónde se encontraban las mejores truchas en los arroyos. Podía imitar la llamada de cualquier ave o animal silvestre de Cuatro Vientos y sabía dónde crecía
cualquier flor silvestre desde la primavera hasta el otoño.
Walter Blythe estaba sentado bajo la Dama Blanca con un libro de poemas al lado, pero no leía. Miraba, con el éxtasis resplandeciendo en sus grandes ojos, ya los sauces
envueltos en un aura color esmeralda junto al estanque, ya un grupo de nubes que, como ovejitas plateadas pastoreadas por el viento, avanzaban por encima del Valle del
Arco Iris. Los ojos de Walter eran maravillosos. Toda la dicha, la pena, la risa, la lealtad y las aspiraciones de muchas generaciones que yacían bajo tierra miraban
desde esas profundidades gris oscuro. Walter era «la mosca blanca» de la familia en lo que hacía a su aspecto. No se parecía a ningún pariente conocido. Era el más guapo de los niños de Ingleside, con
sus cabellos negros y lacios y sus rasgos delicados. Pero tenía la vivida imaginación y
el apasionado amor por la naturaleza de su madre. Las heladas del invierno, la
invitación de la primavera, el sueño del verano y el encanto del otoño tenían un gran significado para Walter. En la escuela, donde Jem era caudillo, Walter no era demasiado tenido en cuenta.
Se suponía que era «afeminado» y poco varonil porque nunca peleaba y rara vez se unía a los deportistas de la escuela, prefiriendo irse solo a rincones apartados a leer
libros, en especial libros «de versos». Walter adoraba la poesía y absorbía poemas enteros desde que aprendió a leer. La música de los poetas se entretejía en su alma en
crecimiento: la música de los inmortales. Walter abrigaba la ambición de ser poeta algún día. Podía ser posible. Había un tal tío Paul —así llamado por cortesía— que vivía en ese misterioso reino llamado «los Estados Unidos»: era el modelo de Walter.
El tío Paul había sido un pequeño escolar de Avonlea y ahora su poesía se leía en todas partes. Pero los niños de Glen no conocían los sueños de Walter y tampoco se
habrían impresionado mucho de haberlos conocido. Sin embargo, a pesar de su falta de habilidades físicas, inspiraba un cierto respeto gracias a su capacidad de «hablar como en los libros». Nadie en la escuela de Glen St. Mary podía hablar como él.
«Parecía un predicador», dijo un chico; y por esa razón, por lo general, lo dejaban tranquilo y no lo acosaban, como sucedía con la mayoría de los niños de quienes se sospechaba que no les gustaban o temían las peleas.
Las mellizas de Ingleside, de diez años, violaban la tradición de los mellizos al no parecerse absolutamente en nada. Ana, a la que siempre llamaban Nan, era muy
bonita, con ojos de un aterciopelado color castaño oscuro y sedosos cabellos también
castaño oscuro. Era una señorita muy alegre y delicada
—Blythe, de nombre y alegre de naturaleza, como dijo una de sus maestras—. Tenía un cutis casi perfecto, para orgullo de su madre.
«Me alegro tanto de tener una hija que puede vestirse de rosa», solía decir llena de júbilo la señora Blythe.
Diana Blythe, conocida por Di, era muy parecida a su madre, con sus ojos verdes
grisáceos, que siempre brillaban con un fulgor muy peculiar a la hora del crepúsculo, y cabellos rojos. Tal vez por esa razón era la preferida del padre. Walter y ella se llevaban muy bien; Di era la única a quien él leía los versos que escribía, la única que
sabía que estaba escribiendo en secreto un poema épico, muy parecido a Marmiom en algunas cosas, si no en otras. Ella guardaba todos sus secretos, incluso de Nan, y le contaba a él todos los suyos.
—¿Tardará mucho ese pescado, Jem? —preguntó Nan, olfateando con su delicada naricilla—. El olor me está dando mucha hambre.
—Está casi listo —contestó Jem, dando la vuelta a una trucha con ademán experto
—. Sacad el pan y los platos, chicas. Walter, despiértate.
—Cómo brilla esta noche el aire —dijo Walter, soñador. No, no era que despreciara la trucha frita, de ninguna manera, pero en Walter el alimento del alma siempre ocupaba el primer lugar—. El ángel de las flores ha estado recorriendo el mundo hoy, llamándolas. Le veo las alas azules en aquella colina, cerca de los bosques.
—Las alas de los ángeles que yo he visto han sido siempre blancas —señaló Nan.
—Las del ángel de las flores no. Son de un azul pálido y vaporoso, como la niebla del valle. ¡Ah, cómo desearía poder volar! Tiene que ser maravilloso.
—A veces uno vuela en sueños —acotó Di.
—Yo nunca sueño que vuelo exactamente —dijo Walter—. Pero a menudo sueño que me elevo del suelo y floto por encima de los muros y de los árboles. Es delicioso, y siempre pienso: «Esta vez no es un sueño como tantas otras veces. Esta vez es real»,
y entonces me despierto y es desolador.
—Apresúrate, Nan —ordenó Jem. Nan había traído la mesa del banquete: una tabla sobre la cual se habían celebrado muchos banquetes, sazonados como ninguna vianda en ningún otro lugar, en el Valle del Arco Iris. La tabla se convertía en mesa al apoyarla sobre dos grandes piedras cubiertas de musgo. Unos periódicos hacían las veces de mantel y unos platos cascados y tazas sin asas descartados por Susan servían de vajilla. De una lata escondida a los pies de un abeto, Nan sacó el pan y la sal. El arroyo proporcionaba «cerveza de Adán» de una transparencia única. En cuanto al resto, había cierta salsa, compuesta de aire fresco y apetito juvenil, que le daba a todo un sabor exquisito. Sentarse en el Valle del Arco Iris, sumido en los tonos entre dorados y amatistas del ocaso, repleto del aroma de los abetos y de todas esas cosas que crecen en los bosques en el esplendor de la primavera, con las estrellas pálidas de las fresas silvestres alrededor y con los suspiros del viento y el tintineo de las campanillas en las copas temblorosas de los árboles, y comer trucha frita y pan seco, era algo que los poderosos de la Tierra les habrían envidiado.
—Sentaos —invitó Nan, al tiempo que Jem ponía sobre la mesa la bandeja con la trucha.
—¿Quién viene desde la colina de la rectoría? —preguntó Di en aquel momento.

EL VALLE DEL ARCOIRISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora