Una explicación y un reto

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El reverendo doctor Cooper predicaba en Glen St. Mary a la noche siguiente y la iglesia presbiteriana estaba repleta de gente de cerca y de lejos. El reverendo doctor era considerado un orador muy elocuente y, tomando en cuenta el viejo dicho de que un pastor debe llevar sus mejores ropas a la ciudad y sus mejores sermones al campo, dio un discurso muy erudito e impresionante. Pero cuando la gente se fue a su casa aquella noche no fue del sermón del doctor Cooper de lo que hablaron. Se habían olvidado completamente de él.
El doctor Cooper había finalizado con una ferviente llamada, se había enjugado la transpiración de la amplia frente y había dicho «Oremos». Hubo una breve pausa. En la iglesia de Glen St. Mary todavía se conservaba la antigua costumbre de hacer la colecta después del sermón y no antes, principalmente porque los metodistas habían adoptado la nueva moda primero y la señorita Cornelia y el vicario Clow no aceptarían jamás seguir una costumbre iniciada por los metodistas. Charles Baxter y Thomas Douglas, que tenían a su cargo pasar el platillo, estaban a punto de ponerse en pie. El organista había sacado la partitura del himno y los miembros del coro se habían aclarado la garganta. De pronto Faith Meredith se levantó del banco de la rectoría, avanzó hasta el púlpito y se volvió hacia la azorada audiencia.
La señorita Cornelia empezó a ponerse en pie y volvió a sentarse. Su banco estaba muy atrás y se dio cuenta de que cualquier cosa que Faith tuviera intenciones de hacer o decir habría sido medio hecha o dicha antes de que ella pudiera llegar hasta ella. No tenía sentido hacer una exhibición peor de lo que tenía que ser. Con una mirada angustiada en dirección a la esposa del doctor Blythe y otra al vicario Warren, de la Iglesia metodista, la señorita Cornelia se resignó a otro escándalo. «Si al menos esa niña estuviera vestida decentemente», gimió su espíritu. Faith, que se había derramado tinta sobre su vestido bueno, se puso, sin inmutarse, uno viejo de un desteñido rosa. Había un desgarrón remendado con hilo de hilvanar color escarlata y en algún momento le habían sacado el dobladillo, con lo cual una franja de tela no desteñida bordeaba la falda. Pero Faith no pensaba en su ropa. De pronto se había puesto nerviosa. Lo que parecía fácil en la imaginación era
bastante difícil en la realidad. Enfrentada a todos aquellos ojos fijos e inquisitivos, estuvo a punto de perder el valor. Las luces eran tan fuertes y el silencio tan
sobrecogedor que pensó que después de todo no podría hablar. Pero debía hablar, tenía que librar a su padre de toda sospecha. Sólo que... las palabras se negaban a obedecerla.
La carita pura como una perla de Una la contemplaba llena de adoración desde el
banco de la rectoría. Los niños Blythe estaban atónitos. Atrás, bajo la galería, Faith vio la dulce bondad de la sonrisa de la señorita Rosemary West y el aire divertido de la
sonrisa de la señorita Ellen. Pero nada de eso la ayudó. Fue Bertie Shakespeare Drew el que salvó la situación. Bertie Shakespeare se sentaba en el primer asiento de la galería y le hizo una mueca despectiva. Faith, de inmediato, le devolvió una aún peor y, furiosa por el hecho de que Bertie Shakespeare le hiciera la burla, olvidó el susto.
Encontró la voz perdida y habló clara y valientemente.
-Quiero explicar algo -dijo-, y quiero hacerlo ahora porque todos los que oyeron lo demás me oirán ahora. La gente dice que Una y yo nos quedamos en casa el domingo pasado y nos pusimos a limpiar la casa en lugar de ir a la escuela dominical.
Sí, lo hicimos, pero fue sin querer. Confundimos los días de la semana. Todo fue por culpa del vicario Baxter -sensación en el banco de los Baxter-, porque cambió la
reunión de oración al miércoles por la noche, y entonces nosotras pensamos que el
jueves era viernes y seguimos así hasta que creímos que el sábado era domingo. Carl estaba enfermo en cama y la tía Martha también, así que no pudieron corregir nuestro
error. Fuimos a la escuela dominical el sábado, bajo la lluvia, y no fue nadie. Entonces se nos ocurrió limpiar la casa el lunes para que los chismosos dejaran de hablar sobre
lo sucia que estaba la rectoría -sensación general en toda la iglesia-. Sacudí las alfombras en el cementerio metodista porque era un lugar conveniente y no porque
quiera faltar al respeto a los muertos. No son los muertos los que han hecho un lío de todo esto, sino los vivos. Y no está bien que ninguno de ustedes le eche la culpa de esto a mi padre, porque él no estaba y no sabía nada, y además nosotras creíamos que
era lunes. Él es el mejor padre del mundo y lo queremos con toda el alma. El arrojo de Faith se diluyó en un sollozo. Bajó los escalones corriendo y salió como una exhalación por la puerta lateral de la iglesia. Allí la noche de verano, llena de estrellas, la consoló, y el dolor se le fue de los ojos y de la garganta. Estaba muy
contenta. La horrible explicación había pasado y todos sabían que no era culpa de su padre y que Una y ella no eran tan perversas como para haber limpiado la casasabiendo que era domingo.
Dentro de la iglesia la gente se miraba entre sí azorada, pero Thomas Douglas se levantó y comenzó a caminar por el pasillo central con expresión reconcentrada. Su deber era claro: debía recoger las contribuciones así se viniera abajo el cielo. Y las recogió; el coro cantó el himno con la desoladora convicción de que salía desentonado y el doctor Cooper dijo el himno final y dio la bendición con mucha menos unción que de costumbre. El reverendo doctor tenía sentido del humor y la actuación de Faith lo había divertido. Además, John Meredith era bien conocido en los círculos presbiterianos.
A la tarde siguiente, el señor Meredith volvió a casa, pero, antes de que llegara, Faith ya se las había arreglado para volver a escandalizar a Glen St. Mary. Como reacción a la intensidad y la tensión del domingo, el lunes estaba especialmente dotada
de lo que la señorita Cornelia habría llamado «espíritu demoníaco». Eso la llevó a retar a Walter Blythe a cabalgar por la calle principal montado en un cerdo mientras ella montaba otro.
Los cerdos en cuestión eran dos animales grandes y flacos, supuestamente
propiedad del padre de Bertie Shakespeare Drew, que hacía un par de semanas que rondaban por la calle de la rectoría. Walter no quería montar un cerdo por Glen St.Mary, pero fuera lo que fuese lo que Faith Meredith lo desafiara a hacer, él debía hacerlo. Tomaron colina abajo y atravesaron el pueblo. Faith estaba doblada de risa sobre su aterrorizada montura y Walter iba rojo de vergüenza. Pasaron junto al pastor, que volvía de la estación a su casa, el que, algo menos soñador y abstraído que de costumbre (debido a una charla que había mantenido en el tren con la señorita Cornelia, que siempre lo despertaba por un tiempo), los vio y pensó que debería hablar con Faith y decirle que ese comportamiento no era apropiado. Pero para cuando llegó a su casa ya se había olvidado del trivial incidente. Pasaron junto a la esposa de Alee Davis, que dio un alarido de terror, y junto a la señorita Rosemary West, que rió y suspiró. Por último, antes de que los cerdos se metieran en el patio
trasero de Bertie Shakespeare Drew para no volver a salir de allí nunca más, tan grande había sido el susto, Faith y Walter se bajaron de un salto; justo en aquel momento pasaban junto a ellos el doctor Blythe y su esposa.
-Conque así es como educas a tus hijos -dijo Gilbert con burlona severidad.
-Tal vez los malcríe un poco -dijo Ana con pesar- pero, Gilbert, cuando pienso en mi propia niñez antes de que me llevaran a Tejas Verdes, no tengo corazón para ser muy estricta. ¡Cuánta necesidad de amor y diversión tenía! ¡Era una pequeña esclava sin cariño que no podía jugar nunca! Los niños se divierten mucho con los niños de la rectoría.
-¿Y qué me dices de los pobres cerdos? -preguntó Gilbert. Ana intentó no reír, pero no lo logró.
-¿De verdad piensas que les han hecho daño? No creo que nada pueda lastimar a esos animales. Este verano han molestado a toda la vecindad y los Drew no quieren encerrarlos. Pero hablaré con Walter... si puedo no estallar en carcajadas.
Aquella noche la señorita Cornelia fue a Ingleside a compartir su opinión sobre lo acontecido la noche del domingo. Para su sorpresa, se enteró de que Ana no veía la actitud de Faith de la misma manera que ella.
-A mí me pareció que había algo muy valiente y patético en el hecho de que se pusiera en pie, en la iglesia llena de gente, para confesar -dijo Ana-. Se notaba que estaba muerta de miedo y sin embargo estaba decidida a limpiar a su padre de toda culpa. Yo la admiré por hacerlo.
-Ah, claro que las intenciones de esa pobre niña eran buenas -asintió la señorita Cornelia, suspirando-, pero de todas maneras es algo que no se debe hacer, y se está
hablando más de eso que de la limpieza del domingo. Aquello ya estaba perdiendo actualidad y esto lo ha reavivado otra vez. Rosemary West es como tú; anoche, al salir de la iglesia, dijo que era un acto de valentía de parte de Faith, pero que a ella la niña le daba pena. A la señorita Ellen le pareció algo así como una buena broma y dijo que hacía años que no se divertía tanto en la iglesia. Claro que a ellas qué les va a importar: son episcopales. Pero nosotros los presbiterianos sí lo sentimos. Además,
había mucha gente del hotel presente aquella noche y gran cantidad de metodistas. La esposa de Leander Crawford lloró por lo mal que se sentía. Y la esposa de Alee Davis dijo que habría que darle unos azotes a esa pequeña desvergonzada.
-La esposa de Leander Crawford siempre llora en la iglesia -dijo Susan con desdén-. Llora por cada cosa emocionante que diga el pastor. Pero rara vez se ve su nombre en una lista de suscripciones, mi querida señora. Las lágrimas son más baratas. Una vez trató de comentarme que la tía Martha era un ama de casa muy sucia y yo tuve ganas de decirle: «¡Todo el mundo sabe que usted ha preparado masas para
sus tortas en la palangana de la cocina, señora Crawford!». Pero no se lo dije, mi querida señora, porque tengo demasiado respeto por mí misma para condescender a discutir con gente como ella. Pero podría contar cosas peores que ésa de la señora
Crawford si yo fuera una de esas personas a las que les gustan los chismes. Y en cuanto a la señora Davis, si me hubiera dicho eso a mí, mi querida señora, ¿sabe lo que le habría dicho? Le habría dicho: «No me cabe duda de que a usted le gustaría
darle unos cuantos azotes a Faith, señora Davis, pero nunca tendrá la oportunidad de pegar a la hija de un pastor, ni en este mundo ni en el por venir».
-Si al menos la pobre Faith hubiera estado vestida decentemente -volvió a lamentarse la señorita Cornelia-, no habría sido tan malo. Pero llevaba un vestido horrible y lo exhibió a conciencia en la plataforma.
-Pero estaba limpio, mi querida señora -dijo Susan-. Esos niños andan limpios. Puede que sean descuidados y atolondrados, mi querida señora, pero nunca
se olvidan de lavarse detrás de las orejas.
-Qué cosa que Faith se olvidara de que era domingo -insistió la señorita Cornelia-. Cuando crezca será tan descuidada y poco práctica como el padre, créanme. Supongo que Carl se habría dado cuenta de no haber estado enfermo. No sé qué tenía, pero no me llamaría la atención que se debiera a comer esas moras que crecen en el cementerio. No es de extrañar que le hubieran hecho daño. Si yo fuera metodista, trataría al menos de mantener mi cementerio limpio.
-Yo soy de la opinión de que Carl comió esos hierbajos amargos que crecen sobre el muro -dijo Susan, esperanzada-. No creo que el hijo de ningún pastor pudiera comer moras que crecen sobre las tumbas de los muertos. Usted sabe que no estaría tan mal, mi querida señora, comer algo que crece en el muro del cementerio.
-Lo peor de la actuación de anoche fue la mueca que hizo Faith a alguien de la congregación antes de empezar -continuó la señorita Cornelia-. El vicario Crow afirma que fue a él. ¿Te enteraste además de que hoy la han visto montada en un
cerdo?
-La vi. Walter estaba con ella. Él se ganó una pequeña... muy pequeña, regañina. No me dijo mucho, pero me dio la impresión de que fue idea de él y que Faith no tenía la culpa.
-Yo no lo creo, mi querida señora -exclamó Susan, levantada en armas-. Es
típico de Walter echarse la culpa de todo. Pero usted sabe tan bien como yo, mi querida señora, que a ese bendito niño jamás se le ocurriría montar en un cerdo, aunque escriba poesía.
-Ah, no hay duda de que la idea surgió de la cabecita de Faith Meredith -señaló
la señorita Cornelia-. Y no digo que lamento que esos viejos cerdos de Amos Drew hayan tenido su merecido por una vez. Pero ¡la hija del pastor!
-¡Y el hijo del doctor! -acotó Ana, imitando el tono de la señorita Cornelia. Luego rió-. Querida señorita Cornelia, son niños. Y usted sabe que nunca han hecho nada malo, sólo que son descuidados e impulsivos, como lo fui yo también. Serán adultos serios y discretos, como yo llegué a serlo. La señorita Cornelia también rió.
-Hay momentos, Ana querida, en que sé por tu mirada que tu seriedad es algo que te pones como un traje y que en realidad te mueres por hacer algo inconsciente e infantil otra vez. Bueno, me siento alentada. Por alguna razón las conversaciones contigo siempre me producen ese efecto. Cuando voy a ver a Bárbara Samson es exactamente lo contrario. Me hace sentir que todo está mal y que seguirá mal. Claro que vivir toda la vida con un hombre como Joe Samson no ha de ser precisamente alegre.
-Es muy extraño que se haya casado con Joe Samson después de todas las oportunidades que tuvo -comentó Susan-. Tenía muchos pretendientes cuando era joven. Solía alardear conmigo diciéndome que tenía veintiún enamorados y un señor Pethick.
-¿Qué es eso de señor Pethick?
-Bueno, era una especie de compañía permanente, mi querida señora, pero no se lo podía considerar exactamente un enamorado. En realidad no tenía intenciones de ningún tipo. Veintiún enamorados, ¡y yo que nunca tuve ni uno! Pero Bárbara, después de recorrer el bosque, se quedó al fin con la peor rama. Por otro lado, dicen que el marido sabe hacer bizcochos de levadura mejor que ella, y ella siempre le pide que los prepare cuando tiene invitados a tomar el té.
-Lo cual me recuerda que tengo invitados a tomar el té mañana y tengo que irme a casa a preparar el pan -dijo la señorita Cornelia—. Mary dice que ella puede amasar, y no dudo de que sea así. Pero mientras esté viva y pueda hacerlo, yo amasaré mi propio pan, pueden creerme.
-¿Cómo va Mary? -preguntó Ana.
-No tengo nada que criticarle -declaró la señorita Cornelia con aire algo adusto-. Está engordando un poquito y es limpia y respetuosa, aunque hay más en ella de lo que yo puedo descubrir. Es una muchachita astuta. Ni hurgando durante mil años podría uno llegar al fondo de la mente de esa niña, ¡créanme! En cuanto al trabajo, nunca he visto a nadie igual. Se come el trabajo. La señora Wiley habrá sido cruel con ella, pero nadie puede decir que la hacía trabajar. Mary nació trabajadora. A veces me pregunto qué se le gastará primero, si las piernas o la lengua. Ahora no tengo suficientes faenas para no estar ociosa. Estoy deseando que empiecen las clases, porque entonces tendré otra vez algo en qué ocuparme. Mary no quiere ir a la escuela, pero yo me he impuesto y le he dicho que tiene que ir. No voy a permitir que los metodistas digan que le impedí ir a la escuela para regodearme en el ocio.

EL VALLE DEL ARCOIRISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora