Parte I - Perséfone y las ninfas protectoras.

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—Esa flor es muy linda— Le dijo Irea, una de las ninfas que su madre había enviado para protegerla.

Perséfone asintió mientras suspiraba aburrida.

Ser hija de dioses tenía su lado positivo. Podía tener lo que quisiera al instante, disfrutar de la música, viajar y observar a los humanos.

Pero también tenía su lado negativo.

Su madre, Deméter, era demasiado sobreprotectora. No la dejaba alejarse sin tener un séquito de ninfas protectoras detrás suyo, y mucho menos tener contacto con ningún humano o dios sin que ella estuviera presente.

Además, los deberes de Deméter como diosa la mantenían alejada de su hija: regular las estaciones y asegurarse que los humanos pudieran cultivar el grano suficiente para sobrevivir.

Hacía cuatro meses que no veía a su madre. Simplemente la había dejado en esta isla para que recogiera flores.

Perséfone era obediente, como toda hija de dioses. Ya había llenado varios almacenes con diferentes tipos de flores. Pero deseaba que su madre volviera y la sacara de aquel lugar.

Podía haber ido a visitar a su padre al Olimpo, pero Zeus apenas si se acordaría de ella. No era su culpa, claro. Con tantas hijas e hijos repartidos por todos lados, hasta a un dios se le hacía imposible dedicarle tiempo a todos.

—¿Te pasa algo Perse? — Le preguntó la ninfa Irea preocupada.

—No. Hace meses que no me pasa nada.

Irea la miró sin entender.

—Quiero irme de aquí —continuó Perséfone —. ¿Nunca envidias a los humanos?

—Los humanos mueren —contestó Irea —. Los humanos son débiles, no tienen nuestras virtudes.

—¿Y de que sirve ser fuerte y virtuosa, si nuestra vida es aburrida? —preguntó Perséfone al tiempo que tiraba con fuerza al pasto la flor que acababa de recoger.

Irea pareció asustarse. Las otras cuatro ninfas protectoras se acercaron sin entender lo que pasaba.

—Lo siento, Irea. Tu sabes que te quiero. Las quiero a todas. Pero... ¡Quisiera que pasara algo emocionante!

Irea le rodeó el hombro con un brazo al tiempo que recogía la flor que Perséfone acababa de tirar.

—Lamento que te sientas así Perse. Me gustaría ayudarte —las palabras de Irea eran sinceras y Perséfone lo sabía. Sin embargo, era difícil que una ninfa la entendiera.

La vida de las ninfas tampoco debía de ser fácil. Tan solo podían servir a los dioses en las tareas que estos les encomendaban. Aún así, por lo menos estas tareas eran variadas y, en ocasiones, divertidas.

De todas las ninfas que habían estado a cargo de su protección durante su vida, Irea era la que mejor le caía a Perséfone y lo más cercano que había tenido a una amiga. Casi le entristecía el hecho de saber que, cuando Deméter volviera o Zeus les diera otro encargo, ambas se separarían para no volver a verse jamás.

—¡Se me ocurrió algo! —dijo Irea, de repente emocionada —. Tu madre, la diosa Deméter, nos encomendó la tarea de protegerte y no dejarte salir de la isla. Pero... ¿Cuál es el límite de la isla? —preguntó llevándose un dedo a la boca simulando que pensaba.

—¿A dónde quieres llegar? —preguntó Perséfone con curiosidad.

Las otras ninfas empezaron a cuchichear entre ellas. Perséfone no podía oírlas, pero parecía que estaban discutiendo algo.

—Desde mi punto de vista, mientras tengas apoyados los pies sobre la tierra, sigues estando en la isla. ¿No lo crees así? — preguntó —. Quiero decir, para salir de la isla deberías conseguir un barco, volar o quizás nadar. Pero mientras tus pies sigan tocando la tierra de esta isla, sigues estando en ella.

—Creo que si... — contestó Perséfone sin estar segura de lo que estaba respondiendo.

—Pues entonces no hay nada que impida que vayamos a bañarnos a las playas de la isla. Siempre y cuando tengas al menos un pie apoyado en la tierra, no habrías incumplido la orden de tu madre. No podrás nadar... pero al menos podremos jugar un poco en el agua.

La cara de Perséfone se iluminó con una sonrisa. ¡Irea era la mejor!

—¡Irea! —gritó de golpe Atina, una ninfa que por lo general estaba de mal humor todo el tiempo y apenas hablaba con Perséfone más que para insistirle en que siguiera juntando flores —. Ya hemos hablado de esto. !Nuestras ordenes fueron claras!

—Muy claras —Asintió Irea —. Por eso mismo es que podemos ir hasta la playa.

—¡Estás jugando con las reglas! —insistió enojada Atina.

—De ninguna manera. ¿Quién sabe qué tipo de flores podremos encontrar en el agua?

Perséfone no pudo evitar sentirse feliz. Sin embargo, su entusiasmo pasó con velocidad a miedo. Si su madre se enteraba... las ninfas que desobedecían a los dioses sufrían los peores castigos. En el caso de que Deméter se enterará, no habría forma de que Perséfone pudiera salvar a las ninfas.

El argumento que había utilizado Irea no era malo, pero era estirar mucho la interpretación de una orden simple. No creía que ese argumento fuera a calmar la ira de su madre.

Estuvo a punto de expresar este pensamiento en voz alta, cuando Irea se anticipó.

—Solo será un rato. Deméter no tiene por que enterarse. No pasará nada. ¿Qué dicen chicas? —preguntó al resto de las ninfas.

Las demás volvieron a cuchichear y luego de unos segundos parecieron ponerse de acuerdo. Se acercaron a Perséfone e Irea y miraron a Atina.

—Nosotras iremos con ellas. No podemos dejar sola a Perséfone —dijo Alia, la más joven dirigiéndose a la ninfa amargada —Si quieres seguir tus ordenes, ven con nosotras. De lo contrario, enfrenta la ira de Deméter cuando sepa que decidiste dejar de protegerla.

Y con una sonrisa, Perséfone y las tres ninfas comenzaron su camino a la playa.

Atina las siguió, preocupada, enfadada y más amargada que nunca.

FIN DE LA PRIMERA PARTE.

Si les interesa que esta historia continúe, haganmelo saber en los comentarios.

¡Que tengan un gran día!


El Rapto de PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora