Porque hay personas a las que vas a querer toda una vida, estés junto a ellas... O no.
Cuando uno de los departamentos del edificio Octubre es ocupado por un nuevo inquilino, ocurren demasiadas cosas. Suficientes como para que de ahí en delante, con...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Llovía. El modesto balcón del apartamento 16-B se empapaba.
Lo hacía igual que todos los balcones que daban de cara al norte en aquel edificio, lo hacía igual que las concurridas calles coloreadas con paraguas y charcos y coches, lo hacía igual que ella, con una camisa desgastada adherida al cuerpo, y los cabellos húmedos besándole el rostro.
Sus brazos cruzados se apoyaban en la mediana pared de hormigón que servía de baranda; esa que era lo suficientemente baja para observar el suelo, y lo suficientemente alta para no tocarlo. Llovía. Las gotas golpeaban su cuello, resbalando hasta su espalda tan pronto como otras golpeaban su cadera. Y ella miraba, sólo eso. Miraba lo que quería, lo que podía, lo que había.
Miró los relámpagos abriéndose paso entre nubes negras. Miró el movimiento a enaguas del edificio. Miró las carreteras atiborradas con taxis, atascadas con vehículos y baches. Miró a las personas que en ese ahora no eran más que sombrillas andantes; tantas, que no había lugar en la acera donde no hubiese una de ellas.
Su mentón se recostó en sus brazos. Y mientras sentía como el cielo se rompía y respiraba los pedazos que caían, se preguntó el motivo de la lluvia, se preguntó: ¿por qué llovía? Pues, aunque sabía que la lluvia tenía un propósito natural, ya fuese porque lo había visto en el colegio o porque lo había explicado la ciencia, ese conocimiento no alcanzaba a responder ni un poco su cuestión. No, porque su pregunta iba más allá..., o quizá, más acá: más hacía ella, hacía su propio mundo.
¿Por qué existiría algo, si las personas harían de todo para evitarlo?
No lo supo. Por lo menos, no ese día, y tampoco el siguiente. Y cuando al fin lo supo, no se dio cuenta de que lo sabía, o tal vez no quiso darse cuenta. Se encogió de hombros, como fuese que fuera, eso no impidió que se diera tantas respuestas cómo después fueron las tantas preguntas que se creó.
Se respondió entonces que quizá con aquello, con la lluvia, el cielo pretendía arrancar todos los pecados del mundo: se dijo que podría querer enjugar la tristeza, arrastrar el dolor, o quizá, solo llevarse la monotonía, y después de darse a sí misma dicha respuesta, se preguntó qué sucedería si eso fuera cierto. Se preguntó si, de ser correcta su hipótesis, ¿cuántas veces sería necesario que se rompiera el cielo para limpiar totalmente los pecados el mundo? Una serie de claxonazos enardecidos y gritos altisonantes le hicieron volver su mirada al suelo. Sonrío. Quizá para ese entonces, para cuando el mundo estuviese "limpio", ya no habría más cielo que romper. Quizá el mundo nunca estaría limpio.
Su mirada, al igual que el tiempo, siguió vagando y ella siguió empapándose. Sus lindos ojos tristes saltaban de charco en charco, volvían de taxi en taxi, y se colgaban de paraguas en paraguas, deteniéndose un momento en ellos, detallándolos.
Algunos paraguas eran anaranjados, otros rojos, unos eran azules y otros eran grises. Había tantos paraguas como personas, y si en algo coincidían todos, era en que sus tonos siempre lucían opacos, sin brillo, trasmitiendo tanta tristeza como podía trasmitirla un objeto inanimado. A la chica del 16-B le parecía sorprendente que, todavía habiendo tantísimos colores en el mundo como estrellas en el universo, la gran mayoría de las sombrillas eran completamente negras, como aquella que se encontraba en su recibidor aún sin ser suya.
Un suspiro débil se deslizó de entre sus labios, su mano instintivamente se dirigió a su anular, y así, de nuevo, estaba allí el vacío de siempre, y por desgracia, no estaba solo en su dedo sin anillo. Parecía que, a los humanos a veces, nos gustaba estar tristes.
Se preguntó cuántas veces tendría que empaparse bajo la lluvia para que el cielo se llevase el vacío que deja un corazón roto. Se preguntó si el llanto era la lluvia del alma para cuando no lloviese en la Tierra, y se preguntó también, cuantas veces habría entonces de llorar cuando no hubiese lluvia. De nuevo, no tuvo respuesta. No tuvo nada, más que la ardiente sensación de algo resbalando hasta su mentón, clavándose en sus mejillas. Y no, no era lluvia.
Con la palma abierta enjugó sus lágrimas. La tormenta no había cesado aún. Su ropa se sentía húmedamente fría. Y sus ojos, ahora solamente irritados, seguían vagando entre los paraguas.
Ojalá existiesen paraguas para la lluvia del alma, pensó, y en ese momento, como si aquel deseo fuese una invocación no escrita, la vio. Desde ahí, desde su departamento, el 16-B. Desde la cuarta planta de un edificio de cinco. La vio, o bueno, vio un hueco. Un hueco que no era más que la rebeldía encarnada y sin igual de rehusarse a la rutina, a la dictadura de una sociedad de paraguas.
Sonrío al verla así, con el cabello y las ropas escurriendo agua a falta de aquel escudo que la gente llamaba sombrilla. Sonrío al verla patear aquel pequeño charco que la sociedad de paraguas rodeaba. Sonrío, sí, sonrío al verla. Solo al verla. No pudo evitarlo. Negarse esa sonrisa era como querer negar un reflejo, un instinto o un regalo divino. Sonreírle a la chica que se oponía a la sociedad de paraguas, todavía si esa chica no recibía su mueca, fue sencillamente un impulso, algo natural, tan natural como la misma lluvia.
Sonreír...
Ni si quiera se percató de que lo estaba haciendo, ni de nada después de ello. Aquella chica fue como un fallo en la matrix; fue algo que alteró la monotonía y lo que parecería normal en su vida.
Con los ojos pegados sobre ella, la chica del 16-B no pudo detener el hilo ilógico de sus pensamientos o acciones. ¡Qué más daba!, pensó. Lo ilógico había comenzado desde que dejó irse a su tristeza gracias a una acción completamente ajena a ella, gracias a una extraña. Tal vez estaba loca, pero nadie podría culparla de haber terminado desquiciada. Nadie porque la vida misma, por sí sola, era una completa encarnación de insania.
Así pues, resignada a su locura e irracionalidad, se dijo que quizá la lluvia existía para eso, para ellas y no para el mundo, ni para sus pecados, ni para su tristeza. Se dijo que era para ver muchachas lindas (pues la belleza no radica en el físico sino en el ser) viviendo la lluvia y no solo mojándose.
Ese día sonrió, toda ella sonrió, e inconscientemente, e ilógicamente, tomó una decisión: No volver a dejar que su alma lloviese mientras el cielo se rompía, si el cielo se rompía, ella rompería la sociedad de paraguas como lo había hecho aquella chica, rompería cualquier esquema, viviría la vida.
Descansando su pulgar derecho en el interior de sus rasgados jeans negros, su mano izquierda alboroto sus cabellos oscuros, secándolos un poco y la miró, miró a la chica hasta que la sociedad de paraguas ocultó aquel lindo hueco. Hasta que, como nubarrones, se tragaron aquel Sol, y después, cuando no hubo retazo alguno de tan lindo defecto rompiendo la pureza monótona de la sociedad de paraguas, se vio obligada a regresar dentro del piso 16-B.
Quizá, si hubiese esperado, podría haber visto a la muchacha que vivía la lluvia entrando al edificio de su departamento, quizá pudo haberla conocido antes, quizá pudo haber hecho las cosas distintas. Pero eso no era el pronóstico que les tenía preparado la vida, no era el propósito del destino. No lo era, y no lo fue.