Prólogo

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El pelinegro no podía dejar de escuchar la dulce voz que estaba acompañada de una suave melodía de piano, podía sentir la piel de gallina.

Cada una de las palabras que salían de los labios de la fémina hacían que su corazón latiera y no se sintiera tan miserable como en los últimos dos años.

Gracias a ella podía imaginarse a si mismo hace años atrás, cuando aún estaba completo y felíz.

Se encontraba sentado en uno de los sillones del hospital, pero la dulce melodía lo trasladaba al patio trasero de su casa, sentado en el pequeño invernadero de su madre, admirando los diversos tipos de flores que ella cuidaba con tanto esmero.

¡Demonios! Cuanto deseaba poder observar nuevamente esas flores, los colores que poseían cada una, su casa... el cielo. Las cosas que para él eran tediosas y cotidianas a las que había dado por hecho que vería innumerables veces.

Pero no, las cosas no eran así.

Y la vida se había encargado de demostrarlo cruelmente.

Tras los lentes oscuros que llevaba puestos se escondían varias lágrimas.

Estaba condenado a no poder ver nada por el resto de su vida.

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