I. Indulgencia

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El perdón se otorga a los merecedores de este, predicaba el general del ejército milenario de arcángeles

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El perdón se otorga a los merecedores de este, predicaba el general del ejército milenario de arcángeles. Tirando vehemente de las cadenas doradas aherrojando muñecas, cuello y pies descalzos del bellísimo Gabriel, cuyas alas habían sido refrenadas con el más doloroso aparato de tortura de la corte, inhibiendo cualquier movimiento involuntario de estas o el dolor provocado le cercenaría uno a uno los huesos del cuerpo.

El albor de la sala quemaba sus ojos, caminando a la que sería su perdición entre el mundo en el que vivían. Condenado a pasar la eternidad encerrado por un crimen pasional, condenado a sufrir las consecuencias de un corazón bañando en repudio y desdén. Gabriel, el arcángel más hermoso de los cielos maldecía, mirando la pureza y el inerte dorado de los pasillos a través de una perfecta mirada celeste, reflejando la rabia que sus palabras atesoraban.

Cada paso lo acercaba más a la prisión, lejos de las reliquias celestiales y la brisa soplando los largos cabellos dorados rozando sus hombros, recorriendo sublimes parte de su rostro hasta delinear la línea mandibular como lo hizo el creador al moldear a sus perfectos soldados. Criaturas de inigualable belleza, vistiendo ropajes inmaculados de pies a cabeza, dejando el resto de su perfección a la vista de sus semejantes, pero para Gabriel era más que diferente.

Un arcángel era un cargo de enorme peso en la pirámide jerárquica. Una posición de una vez en la eternidad, no obstante, mordió la mano que lo señaló alguna vez para desempeñar como mano derecha, perdió la oportunidad de liderar un ejército de soldados a manos de Dios y la punta de su dedo. Gabriel lo perdía todo y se estaba dando por vencido. Se sentía asténico, perdido entre las vacilaciones pasando cuáles pensamientos fugaces en cuanto sus plantas hacían contacto con el gélido suelo, avanzando lánguido y sin embargo, erguido. Asediado de cada lado por guardias que el mismo entrenó para la guardia.

—¡Padre!— sollozó la menor de la guardia, supuesta a uno de los extremos contrarios a la entrada de las prisiones.

Al final del pasillo bastó con que alzara brevemente la vista, topándose con los únicos a su mando que en realidad se preocupaban por su estado, siendo su hermana menor, Hestia sostenida en llanto por los hombros del siguiente, Ajax. Los cuatro arcángeles suplicaron al padre celestial su indulgencia hacia el alma más valerosa de la cuadrilla, recibiendo el graznido de la brisa sofocante en sus alas, bajas, encogidas de miedo y pena al ver a Gabriel, cabizbajo y no obstante, enfadado. Bufando cuál animal herido aceptando la derrota entre furia.

—En tu nombre, hermano. La justicia se alzará— resolló la voz de Aretha, la guerrera, plantando la base de la lanza fuertemente contra el suelo.

Causando revuelto en el cielo y sus alrededores, volviendo la brisa agresiva, casi esperanzadora en aquel día tan decepcionante. Mirando desde la distancia como los guardias empujaban el fornido cuerpo del mayor, metiéndolo hasta el fondo, donde las grandes jaulas se extendían, forradas de oro. Incapaces de doblarse, quebrarse o permitir la liberación de un preso. La vida se confinaba ahí dentro a ser solitaria, hermética, completamente inaccesible para cualquier rango del consejo.

Gabriel ©️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora