II. Hado

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El siseó diurno sosegaba el atardecer y la pesadez del ambiente veraniego

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El siseó diurno sosegaba el atardecer y la pesadez del ambiente veraniego. Recogiendo las hojarascas de las calles con un soplido majestuoso, que a los ojos de la pequeña Kyria resultaba en un favor por parte de la naturaleza, cuya gratitud era vilmente pagada con el otro lado de la moneda. El ser humano acababa con todo. Eso lo entendió mientras cada tarde después de la escuela dedicaba un determinado tiempo a escrutar los pasos de quienes balanceándose, paseaban regularme sobre la acera frente al ventanal de la sala de estar, sin embargo, aquella sombría noche de noviembre resultó distante a lo que una niña de su edad entendería acerca de la cotidianidad.

Las hojas soplaron en dirección distinta, el siseo de los árboles no era el mismo y las personas tampoco. Transitaban rostros distintos por la acera, confundiendo la ingenua mente de la menor, quien en un arrebato de media noche corrió a la habitación de su abuela, encargada de vez en cuando de sus cuidados, pues los padres de Kyria salían usualmente a lugares aleatorios, teniendo en mente avivar la llama de la relación antes de permitir su extinción.

Una vez que el chirrido proveniente de las bisagras en la puerta permitieron que la pesada caoba entintada cediera al peso, escuchó las melodías clásicas de la mujer sonando melodiosamente por el aire, disonando los violines y el piano a través de su viejo tocadiscos. No pudo evitar sonreír ante el baile improvisado por parte de la figura de cabellos grisáceos, canosos al máximo, sacudiéndose alegremente por la habitación al ritmo de Debussy. La pequeña podría mirarla durante horas. Ese deleite musical no era algo usual en ningún otro ser humano más que su abuela, amante ferviente de las sonatas clásicas desde que su memoria se lo permitía.

Recargó el diminuto peso a la puerta, dedicándose a mirar, expectante a que los orbes jades finalmente fueran a recaer en los rizos áureos, y en cuanto eso sucedió, una preciosa y afable sonrisa se dibujó en medio de las arrugas culpables de los años. Acercándose a paso lánguido a donde la niña, sin dubitar siguió a su persona favorita a sentarse al borde de la mullida cama con vista a la nada, ya que la cortina permanecía cerrada siempre que ella estuviera pasando tiempo en la casa. Lo que jamás resultaba en problema para nadie. Amelie, la mujer de sesenta y ocho años nunca fue amante de las gloriosas vistas hacia el exterior. Creía firmemente en la belleza interna y en lo efímero que era todo para enajenarse con lo distante.

Enseñaba a su nieta cualquier cosa que le venía en mente, desde filosofía básica hasta libros de alto valor cultural. A su corta edad gozaba de una maravillosa educación en secreto. Debido a la falta de atención por parte de sus padres, siempre aguardaba en silencio la llegada del fin de semana para sentarse a los pies de la cama, balancear las piernas descubiertas ante la tela del camisón y escuchar otra de las historias del repertorio.

—Abuela— llamó, sugestionando un ápice curioso en el tono firme y sin embargo, juguetón, de su aterciopelada voz.

Tras remover cuidadosamente la aguja de los surcos del disco, prestó atención a la menor, sentándose a su lado sin vacilaciones, acariciándole la palma de la mano usando solamente la yema de sus dedos, trazando caminos imaginarios por los inmaduros espacios suaves de su palma.

Gabriel ©️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora