Familia clasemediera y ochentera. Fuimos de los que despertamos con Chabelo los domingos, vimos los Thundercats y los Muppet Babies, nos ilusionaba ir a McDonald's y queríamos que Keiko nos saludara en Reino Aventura.
Vivíamos en Tequisquiapan, ahora pueblo mágico y antes también, e íbamos a una escuela un tanto sui generis, inspirada en el método Montessori y en la que por salón no había más de 30 alumnos. Mis papás, cuyo círculo de amigos en Tequisquiapan era precisamente escolar, no fueron ajenos a las tendencias de aquel año: Vacacionar en Disneylandia y enviar a los hijos a aprender inglés a algún camp.
Yo no era muy fan del mundo de fantasía creado por Walt Disney. Las princesas no eran lo mío - las brujas sí, pero el simple hecho de aceptarlo era como ponerme una etiqueta en la frente que dijera rara - y detesté profundamente que hubieran tergiversado el final de la historia de La Sirenita.
Tampoco soy muy fan del inglés. Amo con locura el español, en español siento y en español escribo, así que mucha ilusión por irme a un camp para aprender inglés... Pues la verdad, no.
Pero bueno, el hecho iba a ser tan trascendente, que fue la primera noticia que consigné en mi cuaderno Scribe azul con rayas blancas.
En preparación para ese viaje, el más importante de aquel momento de mi vida, nos llevaron al Distrito Federal, ahora CDMX, a sacarnos los pasaportes. La foto la conservan aún mis papás: Una niña sonriente, con su vestido azul clarito y los ojos brillantes de emoción.
Es fecha que no sabemos qué pasó. Seguramente, una crisis económica, o el viaje era más caro de lo que mis papás podían pagar en esa época, pero el caso es que, en vez de ese, que iba a ser el viaje más importante de aquel momento de mi vida, hicimos un recorrido por Michoacán: Comimos pescado blanco en Pátzcuaro, escuchamos el canto de los martillos en Santa Clara del Cobre, compramos guitarras en Paracho, esquivamos cucarachas en la habitación del único hotel en Zacapu, comimos corundas en Morelia y siempre que vimos señoras que vendían jarritos de barro, les compramos.
Ese viaje reafirmó uno de los sentimientos inamovibles de mi vida: Amo, profundamente y con locura, a este país.
Tampoco, cabe hacer la aclaración, me mandaron a un camp a aprender inglés. Lo aprendí en la escuela, escuchando a Los Beatles, leyendo y viendo series, y hablar sin acento ese idioma no es algo que me quite el sueño.
A Disneylandia me "llevé" yo en el 2014. Un viaje que yo no esperaba hacer, pero que me alegro de haber hecho con mi querido Ernesto. Me lo pagué yo, me divertí como una loca, me morí de calor, no pateé a ninguna princesa, no fui a saludar a Mickey, tomé litros y litros de agua y de refresco porque fuimos en la mera época de la canícula, tarareé It's a small world after all, me despeiné y mojé en los juegos, me emocioné cuando vi a la madrastra de la Cenicienta paseándose con cara de pocos amigos, comí una pata de pavo, recordé a mi amigo Rubén Cisneros, caminé muchísimo y vi puros rostros felices, con esa felicidad de los sueños cumplidos.
La historia no se construyó de la manera en que pensé que sería aquel 6 de septiembre de 1988, pero fue, absolutamente, mil veces mejor.
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A treinta años sobre mi cuaderno
Non-FictionHace algunos días encontré mi cuaderno escolar de 1988. La infancia es un lugar que no quiero volver a habitar, pero entre sus hojas encontré el germen de lo que soy hoy. Así que, en un guiño, también, a mi querida Nahui Olin, revisaré a la que soy...