No me cuesta trabajo imaginar por qué esta noticia fue tan trascendente que tuve que consignarla en mi cuaderno. Mis papás, chilangos que vacacionaban en pueblos cuando eran niños, recuerdan una vida en la que no existían los imecas ni el smog. Cuando tuvieron hijos supieron que querían para ellos al menos una probadita de esa vida libre de la que ellos gozaron en su infancia. Y así fue como Tequisquiapan se cruzó en nuestro camino, y fue ahí donde Tahuilco terminó de dar forma a la clase de educación y vivencias que querían que nosotros experimentáramos.
A excepción del río, que desde que me acuerdo ha estado contaminado, Tequisquiapan era sinónimo de naturaleza, libertad, tierra, árboles, aves, caminar a media calle y cielo claro. Si yo me enteré de que existía la contaminación fue no tanto por las escasas veces que íbamos al Distrito Federal, hoy CDMX, y se me irritaban los ojos y mi paisaje eran edificios grises, sino por la obra de teatro "Güiti y su gran secreto". Güiti era una hormiga activista - aunque yo en ese momento no lo sabía - que sufría porque el progreso traía contaminación y smog. Y yo, por azares del destino y tal vez porque mi memoria siempre ha sido elefantiásica y el día en que asignaron los papeles me sentía mal y estaba en plan de decir que sí a todo para que me dejaran en paz... Yo fui Güiti durante los casi cinco años en los que la obra se representó.
Con terror y preocupación veo cómo, a treinta años sobre mi cuaderno, las cosas van en franca decadencia: Se nos quema la casa y nos preocupa salvar la alcancía. Los paraísos naturales son destruidos en aras de crear paraísos artificiales para personas de abultada cartera y poca conciencia ecológica. La gente sigue barriendo la calle a manguerazos, la basura tapa las cloacas, se han extinguido especies hasta cinematográficas - los guacamayos azules de Volando a Río - la codicia de las mineras canadienses está cobrando vidas en mi país, los reyes que se dedican a la caza permiten que se distribuyan con orgullo las imágenes de sus trofeos abatidos, comunidades enteras tienen más acceso a la Coca Cola que al agua potable, los imecas hacen llorar hasta en los días felices y la tierra ruge, cada vez más adolorida, mientras unos cuantos se llenan los bolsillos de dinero arrebatado a la naturaleza.
Asumo mi parte de culpabilidad e inconsciencia en esto, pero créanme que no permanezco indiferente y me esfuerzo por reducir mi huella de carbono, reciclar lo más que puedo, usar la ropa hasta que, literal, los agujeros ya no tengo cómo taparlos, camino y uso transporte público lo más que puedo, y si veo a alguien tirando basura soy de las que, al más puro estilo de mi papá, les digo "se te cayó tu envoltura de Sabritas", o si veo a alguien barriendo a manguerazos sí le ando diciendo que le cierre a la llave.
En fin, que a treinta años sobre mi cuaderno, la cosa no hizo sino empeorar. Y esta vez no hay luz al final del túnel, sino todo lo contrario.
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A treinta años sobre mi cuaderno
Non-FictionHace algunos días encontré mi cuaderno escolar de 1988. La infancia es un lugar que no quiero volver a habitar, pero entre sus hojas encontré el germen de lo que soy hoy. Así que, en un guiño, también, a mi querida Nahui Olin, revisaré a la que soy...