El comienzo de la pesadilla

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    Regedar blandía su hacha con presteza, se había internado en lo profundo del bosque, donde solo ahí crecía el fruto predilecto, recoger leña y este preciado producto natural para fermentar y destilar licor, era la tarea que más gustaba de hacer.
    En su morada, su familia estaba a la espera, ansiosa por ver a su padre regresar.
    Sin notarlo, el manto nocturno cubrió el bosque mientras él se encontraba compenetrado en su tarea. Siempre llevaba consigo una linterna de kerosene, perderse en la total obscuridad era igual a ser engullido por el mismo bosque.
Un susurró en su oído lo persuadio a dejar su labor.

    —Fuiste elegido para servir —dijo una voz siseante al leñador.

    —¿Quién anda ahí? —Su pulso se aceleró y buscó a aquel que en las sombras se ocultaba.

    —Viajo con el viento y la arena, voy hacía donde ellos me guíen —La voz venía en todas direcciones.

    —No puedo servir a quien no devela su rostro —dijo Regedar esforzándose por encontrar el ente—, aunque te viera es mas posible que mi hacha responda por mi y busque decapitarte.

    —No podrías matar a aquello que no tiene lugar donde reposar, porque su dios le cerró las puertas de su reino hace una eternidad.

    Luego de escuchar la revelación supo de quién se trataba, un escalofrío recorrió su cuerpo. El maestro de los antiguos peregrinos se encontraba allí, aquel que fue desterrado de su reino, maldecido por su dios y rechazado por el caído.

    —No tengo interés en servirte, mi vida como mercenario acabó, soy un padre de familia que busca proteger a su mujer e hijos.

    Dio media vuelta y encendió la linterna tembloroso. Comenzó a acomodar cada elemento en el carro transportador guardando silencio. No volvió a tener respuesta.
    Una espesa neblina comenzaba a alfombrar el bosque y el caballo que lo acompañaba había perdido la calma. Esta vez el tiempo se le fue de las manos, lo sabía, la carga que ocupaba gran parte del carro, evitaba partir a galope ligero. El camino apenas era visible, los peligros aumentaban por cada minuto que transcurría. Lobos y otras bestias poblaban la foresta, también algunos campamentos de bandidos.
    El sotobosque y la calígine eran uno, el viento mecía las grandes coronas de los árboles leñosos. El sonido constante del galope y el golpeteo de las ruedas del carro en las gravas lo hacía un blanco fácil. Un fuerte pitido en sus oídos le hizo reducir la velocidad. Más adelante, en medio del camino, una figura cortaba el paso. Se detuvo y permaneció varios minutos inmóvil que en su desesperación por llegar parecieron horas.
    La figura seguía allí, con su túnica negra y parca, ocultando su rostro con una siniestra capucha.
    El temor lo obligó a soltar las riendas que apretaba con fuerza. Una sensación que no experimentaba desde que era un niño indefenso.
    Tomó el hacha que se encontraba a su lado, bajó lentamente del carro y se perfiló hacia él. Se detuvo a distancia suficiente para poder reaccionar y luchar si era necesario. El viajero se encontraba inmóvil. Ambos midieron la distancia. Una sensación de vacío absoluto lo agobio por unos segundos.

    —¿Eres el maestro de los peregrinos, verdad? —dijo Regedar titubeando.

    La sombra asintió con su cabeza de manera a penas perceptible. Su intuición no le había fallado. El maestro se dirigió lentamente a donde Regedar se encontraba, levantando, al mismo ritmo de sus pasos, su brazo derecho enfrente de si para apuntar el rostro atemorizado del leñador, ahora se hallaba en postura defensiva. Una visión aterradora de un mundo agonizante lo abordó. Monolitos en ruinas y el suelo cubierto de crujientes fragmentos oseos. Abismos se abrían en el cielo en tinieblas relampagueantes. La ilusión lo dejó sin aliento, le apretó el pecho y la garganta, dejándolo sin fuerzas.
    Un sonido seco entre las gravas lo hizo volver en sí, su hacha golpeó el suelo al dejarla caer, se encontraba de rodillas con las manos sobre su regazo. Una calidez, como el abrazo de un padre a un hijo le llegó a su corazón. Al abrir sus ojos advirtió que la figura se había marchado y un objeto esférico de color ámbar se encontraba en su poder.
    Tomó su hacha, mientras contemplaba el brillo del orbe, guardó el objeto celosamente en su carro de transporte. Con su voz, en conjunto a un fuerte agite de riendas, ordenó a su caballo marchar a toda prisa pese a la gran carga que transportaba.
    El interrogante de lo sucedido taladraba su mente mientras que la paranoia le hacía dudar de su propia sombra.

Relatos de tierras lejanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora