No dejes que los hábitos de los padres sean imitados por sus hijos

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No era necesario que Sougo se quitara la máscara ocular para saber quién era la persona que hace un instante había irrumpido en su habitación ya que el maldito olor a nicotina le había delatado, estaba seguro de que buscaba a ese niño que en la madrugada se había infiltrado en su cuarto y ahora yacía dormido sobre el futón. 

Lo había oído entrar a altas horas de la noche, en un inicio pensó que se trataba de algún criminal o uno de sus enemigos que había cometido el error de querer enfrentarlo, pero al prestar más atención a esos suaves y rápidos pasos, junto al pequeño cuerpo que se había recostado sobre su torso logró comprender que se trataba de el niño traído por Hijikata.

Al oír como el shoji era nuevamente deslizado, quitó con pausados movimientos la máscara que cubría sus ojos y giró su cabeza para observar al babeante infante que ahora se encontraba recostado junto a él y que aferraba una de sus pequeñas manos a su yukata de algodón.

Era cierto que la apariencia del rostro del menor era sin duda una versión más pequeña y redonda de sí mismo, muy semejante a como él era en sus años de infancia, incluso tenía el mismo tono de cabello marrón claro que poseía tanto él como su difunta hermana. Las similitudes entre ambos era la evidencia necesaria para que cualquiera los catalogara como padre e hijo, aunque entre todas estas semejanzas había algo que no le concordaba debido que no había o recordaba a alguien de su familia que poseyera ojos tan azules como los que ostentaba ese mocoso.

Tampoco recordaba a alguna mujer con la que hubiera intimado hace 3 o 4 años atrás, edad que podía calcular a simple vista al niño. La única vez que una mujer le había abierto las piernas y que tenía entre sus recuerdos fue hace bastante tiempo, aquella que conoció la noche en la que fue nombrado capitán de la primera división, cuando sus subordinados le habían llevado a escondidas a Yoshiwara para celebrar tan alto cargo entregado. Luego de eso sus encuentros íntimos se habían limitado a torturas y humillaciones a pobres tontas que se lo permitían, pero sin llevar a cabo el coito o por lo menos eso había sido hasta hace un par de meses atrás, lo cual hacía cuestionarse aun más la procedencia de ese niño. ¿Realmente era su hijo? ¿Por qué había aparecido prácticamente de la nada? ¿Quién era su madre? ¿Había heredado esos ojos azules de ella?

Un tirón en el costado de su ropa lo hizo salir de sus cavilaciones y observar con un deje de sorpresa a su alrededor,  había estado tan ensimismado en sus pensamientos a lo largo de la mañana que ni siquiera se percató cómo el tiempo había pasado tan rápido, tanto así que ni siquiera recordaba el momento en que se había sentado en una de las mesas del comedor para desayunar.

—¡Papi! — el niño jaló de su ropa una vez más para llamar su atención, este se encontraba sentado a su lado mirándolo con su entrecejo levemente fruncido, mientras que con su otra mano apuntaba a la bandeja frente a Sougo que contenía sopa de miso, arroz, pescado y varios encurtidos — Yo también quiero...dámelo.—

— Molesta a alguien más, niño. — le regaño al tiempo en que tomaba una gran cantidad de arroz y lo llevaba a su boca para masticar de forma lenta, fingiendo disfrutarlo más de lo normal.

Si Sougo fuera una persona amable le hubiera entregado sin mayor problema los alimentos al pequeño, pero como no lo era continúo comiendo y profiriendo suaves gemidos de satisfacción a pesar de que no tenía apetito y el arroz el día de hoy le sabía horrible; solo deteniéndose cuando el mocoso se había bajado disgustado de su silla y alejado de él.

—Deberías tratar mejor a Souichiro — si el arroz le parecía insípido, ahora le parecía aun peor sobre todo tras notar como el pelinegro se sentaba frente a él y luego veía la repugnante cantidad de mayonesa que ponía a cada uno de sus alimentos.

El rey del distrito KabukiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora