Seis semanas.

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Un día me tomó verte y pensar en mi hogar.

En medio de la soledad verte y que me sonrieras era hermoso.

Tu presencia era tan cálida que con solo mirarme me hacías sonreír.

Las primeras veces te observaba con admiración. Respondías las preguntas con naturalidad. El resto se daba cuenta de que sabías del tema. Pero yo...

Mierda, yo te descubrí.

Me di cuenta de que por un mínimo momento, en tu ambiente, solo estaban la profesora y vos, en un diálogo bilateral y el resto desapareciamos.

Te miraba con admiración porque tenías esa capacidad de darme calidez y a su vez interesarme en lo que explicabas.

Comencé a verte diferente cuando se me escapó el comentario de que me encantaba tu pelo suelto, libre y alborotado.

Me contaste que lo usabas atado porque detestabas el no poder controlarlo, te quejabas del color y de lo maltratado que estaba.

Lo detestabas y te lo dejaste suelto durante todo el día.

La semana siguiente tuvimos que hacer un trabajo juntos, te supliqué encontrarnos antes de clases para hablar y después de muchas insistencias aceptaste.

Fueron los 30 minutos más lindos que pude tener. Hablabas y yo me maravillaba. Bromeabas sobre cada cosa que veía y hacías que me riese, hasta bromeabas de más solo para sacarme una sonrisa.

Al final del día me confesaste que no sabías mi nombre y que tampoco sabías quién era, que solo sabías que ibamos a la misma clase y que teníamos ese trabajo.

Me enojé. Con vos y conmigo misma. ¿Cómo no saber mi nombre o mi rostro si habíamos compartido clases sentados de manera contigua? ¿Cómo no reconocerme si era la chica que se maravillaba cada vez que empezabas a hablar?

Te empecé a tratar cortante.

Cada vez que me hablabas por y para el trabajo te odiaba.

Leer tu nombre en mi teléfono me causaba rechazo.

No me iba a enamorar de un chico que ni siquiera sabía quién era. Algo de amor propio me queda.

Aquél rechazo se derrumbó cuando vi que el trabajo que hiciste estaba hecho con las especificaciones que me gustaban.

No era normal que utilizaras ese tamaño de letra ni esa fuente.

Sin embargo, dudé.

Quizás era coincidencia, pero no lo fue.

Vi el historial y habías estado indeciso con dichas configuraciones hasta que elegiste las que me gustaban.

Fui feliz cuando me confesaste que me agendaste con un apodo para no olvidarme y más cuando un tercero me comentó que yo era la más confidente que tenías.

El día de la exposición me notaste mal, nerviosa, mareada y en pánico. Me calmaste, bromeaste con tus experiencias, me hiciste reír y después prometiste que todo iba a salir bien.

Y así fue.

Hablaste tu parte y la mía. Me mirabas de reojo para saber como estaba y me sonreías.

Cuando terminamos te sentaste a mi lado y me preguntaste si había sido tan malo como esperaba, te dije que no y te agradecí.

Otra vez fui feliz y el resto no importó.

Tuvimos otros tantos días donde me ponías nerviosa a drede para hacerme enojar y reírte. Yo creo que en el fondo sabías que si reías me convencías de todo y se me iba el enojo.

No me permitiría olvidar ese día lluvioso que compartimos el colectivo y no dejabas de hablar y decir tonterías.

Vos te creías pesado y yo estaba encantada con escucharte hablar.

Es que no te das idea de aquella nube en la que te sentas a hablar, y aquella otra donde sentas a quien le dirijas la palabra; es algo mágico.

Con vos el entorno sobraba. ¿Qué digo? No existía entorno. Eramos solo nosotros dos, en nuestras nubes, vos hablando y yo absorbiendo cada palabra.

Y nuestros caminos se separaron.

Dejamos de vernos en clase, ya no coincidiamos en ningún lugar y dejamos de hablar.

La sexta semana te olvidé. Era algo unilateral y no estaba dispuesta a luchar por algo así. Asi que te olvidé.

Esperaba el ascensor cuando tocaste mi hombro.

Me di vuelta y te vi.

Fue diferente, pero aquella calidez permanecía allí.

Me dio ilusión que por primera vez, vos me viste a mí.

Te lo agradezco, porque fue una linda manera de cerrar aquellas seis semanas en las que me enamoré de vos.

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