Continuacion...
Lamento la demora pero estuve fuera del espacio de lectura... Pero hoy he regresado espero que sigan leyendo y os guste la historia 😁Espero seguir por aqui por un tiempo.
"De modo que no te has ido a
Frankfurt", pensé complacida mientras observaba atenta cómo recogía su larga
falda color vino al sentarse, cruzaba las
piernas dejando ver unas sandalias
escuetas que a duras penas cubrían sus
pies y desplegaba el periódico para
sumirse otra vez en su lectura.
Sus actos eran un bloque de
movimientos justos y elegantes, y se acoplaba a su espacio personal con la
compleja simplicidad de un ave que
vuela. Yo estaba rendida, mirándola ya
sin disimulos, seducida por ese modo de
mover el aire alrededor suyo como quien
dice "aquí estoy, éste es mi lugar y sólo
entran visitas con invitación especial". El
sesentón de la barra tampoco le quitaba la
vista de encima. No me importó, que mire,
que haga sus cálculos y hasta la imagine
jadeando en su abrazo. Había vuelto,
podía contemplarla y gozar de la visión.
Madonna, quanto è bella...Ahora estábamos aquí, en El Trianón, y
ella reía. ¿Cómo explicarle y explicarme
mi repentino enfado? Quería divertirme
con ella, dar un salto de volatinera y
ponerme del revés, recomenzar la escena
con otro guión, pero no podía. Mi
consciencia estaba en duermevela y toda
yo como vaporosa, hecha de gasa por
dentro, de tul por fuera. En un intento por
recomponer mi imagen dejé vagar la
mirada a mi alrededor.
Bastante gente hablando a media voz.
Ellos estudiando la carta de vinos con
aire profesoral, los platos perfectos en
bandejas impecables rumbo a su destino,
unas mesas coquetas y con la elegancia
neutra de los restaurantes franceses, que
se imitan perennemente a sí mismos. Las
mujeres demasiado puestas, demasiado
maquilladas, demasiado sobreactuadas en
su papel de "señora con hombre a la hora
de la cena". Suspiré varias veces, un poco
para aliviar la tensión, otro por hacer algo
que no fuera estrujar la servilleta. No
sabía qué decir.
Eva, en cambio, parecía muy jugosa.Era evidente que se sentía a sus anchas.
-Deja que adivine
-me dijo
manejando la ironía como una artesana-.
Puesto que no eres María como me habías
dicho y yo no puse en duda, has de tener
otro nombre. Te llamas, te llamas...
Augusta. Eso es, Augusta. -Humedeció
sus labios ponderando su elección y
añadió-: No está nada mal, es muy sonoro, potente, te va. Augusta... -repitió
para sí-. Pero tal vez lo encuentras
excesivamente solemne -decidió de
inmediato-, con un peso... arcaico,
histórico, de foro romano, digamos. A
veces se te hace demasiado duro de llevar y te inventas otros nombres, quizá uno
distinto según la ocasión. ¿He dado en el clavo?
Por toda respuesta encendí un Winston
al mejor estilo Robert Mitchum, gesto, por otra parte, que deploro ver en otras mujeres.
-O acaso tienes uno de esos nombres
de santoral tan fuera de onda -especuló
cada vez más zumbona-. Águeda,
Diosdada, Consolación... ¡No, peor, el de
un rey godo pero en femenino, tipo
Recesvinda, o Recareda...!
De repente, y a pesar de la nebulosa
que me envolvía, sentí que la detestaba
con una intensidad que no reconocía en mí. ¿Era sólo paranoia o efectivamente se
estaba burlando con todo desparpajo?
Deseé con toda el alma echar a correr y perderme por Trastevere hasta quedarme sin aliento y amanecer con los huesos
molidos entre las pilastras del puente
Cavour.
-Perdona -dije poniéndome de pie
con brusquedad-, enseguida vuelvo.
Me colgué el bolso en bandolera con
decisión y casi huí de la mesa. De una
rápida ojeada supe dónde estaban los
aseos. Tengo un sexto sentido para
detectarlos en los lugares públicos aunque
sea la primera vez que los frecuento, y
fingiendo una desenvoltura que no tenía
me metí en un pequeño pasillo pintado del mismo color asalmonado del comedor y
me detuve frente a dos primorosas puertas
de madera noble.
Suelo
desconcertarme
ante
los
variopintos
símbolos
femeninos
y
masculinos que se inventan para distinguir
los servicios, pero he desarrollado un
sistema infalible: sé que los hombres
gustan de exhibir sus micciones y dejan la
puerta entreabierta, lo cual me facilita la
elección. Este primoroso restaurante no
era una excepción a la regla, así que abrí
sin titubeos la puerta y me precipité hacia
el lavabo.
Tiempo, necesitaba ganar tiempo. Me
sentía densa, mercurial, pero sobre todo
no tenía la menor idea de lo que me estaba
ocurriendo, este alocado vaivén de
sentimientos que me sacudía como a un
títere maltrecho. Con gesto mecánico me lavé copiosamente la cara. Al verme me
arrepentí de inmediato: la base de
maquillaje había desaparecido y un
pequeño reguero de rímel corría cuesta
abajo por mi mejilla dándome un aspecto
de fantoche, a lo Giulietta Massina en Las noches de Cabiria.
Me miré detenidamente cual si fuera la primera vez, como si alguien hubiera
pronunciado la fórmula banal de
"Fulanita, te presento a María" y yo
tuviera que reaccionar ante un rostro
nuevo. ¿Me lo parecía o mis ojos habían
pasado del pardo usual a ese verdoso
indefinido que lucían esporádicamente?
Me acerqué a menos de un centímetro del
espejo para corroborarlo. Decididamente
estaban verdes como manzanas reinetas, y
a mí las pupilas me cambian de color
cuando tengo fiebre.
Palpé mi frente para comprobar la
temperatura pero no noté nada anormal, de modo que me peiné alborotando el pelo
con las manos, me quité los restos de
maquillaje con un kleenex y me retoqué
los labios. Al meter otra vez la barra en
mi bolso éste perdió el equilibrio y todo
su contenido se desparramó por el suelo.
"¡Mierda, mierda, mierda!", mascullé con
furia mientras devolvía mis trastos a su
sitio a toda prisa y sin orden alguno.
Me volví, fui hacia la puerta y estaba a
punto de abrirla cuando me detuve en seco
con la mano en el picaporte. Sentía el
latido de mi corazón en las sienes, en el pecho, en el cuello, en las muñecas y
hasta en las ingles. Algo muy fuerte me
impedía regresar al comedor. Eva se
estaría preguntando qué diablos pasaba
conmigo, encerrada en un lavabo tanto
tiempo, qué mujer tan rara, va de un
estado
a
otro
como
una
veleta
enloquecida, y parecía tan alegre, tan desenvuelta... O tal vez no se estaba
preguntando
nada
y
todas
eran
figuraciones mías. Seguramente eran sus
propios asuntos los que le entretenían el
pensamiento.
Volví sobre mis pasos, me planté otra
vez frente al enorme espejo sujeto por un
recargado marco de madera rococó y me
encaré con energía: -Veamos, María, guapa... ¿Qué te está
pasando?
Me quedé contemplando mi gesto de
interrogación congelado como si esperara
que mi propia imagen cobrase vida propia
y respondiera como una pitonisa. Estaba
literalmente paralizada.
-Venga, piensa, recapacita, te estás
comportando como una esquizofrénica -
le conminé a mi reflejo-, esto no es
normal en ti.
Y es verdad. Por lo que sé de mí misma
o cómo los demás me definen, suelo ser de talante más bien calmo y equilibrado,
sin grandes altibajos dramáticos. Es más,
las personas explosivas y desmesuradas
en sus emociones me incordian bastante y
la mayoría de las veces me siento
incómoda frente a esos arrebatos tan
fulminantes como efímeros que dislocan
en un instante la situación, como quien
elije justamente el bote de tomates que
sirve de apoyo y desbarata con estrépito
la torre cuidadosamente construida. "Tú
eres pasional, no apasionada -suele
decirme Silvia. O sea, tu estado de pasión es permanente, aunque logras controlar
los estallidos. Eres del tipo mental, nena,
porque le temes a tu corazón."
Cierto, lo admito. Porque cuando mi
corazón habla no hay ecuanimidad posible
ni deseada. Pierdo la compostura y el
desastre se apodera de mí sin ceder a la
piedad. Como cuando murió Lisa, por
ejemplo.
Fue como un conjuro. En cuanto evoqué
su nombre pareció materializarse y pude o
intuí ver su imagen frente a mí. Hubiera
podido incluso acariciarla con sólo extender un dedo. La intensa verosimilitud
de su presencia era tal que tuve que
aferrarme al mármol para no caer. Su
recuerdo me atrapó como una red sutil de
añoranzas.
Lisa, mi amor, mi anémona frágil
intentando sonrisas, hablando de su cáncer
con el tono casual y despreocupado de
quien dicta una receta de cocina, ponle
poco jengibre para que no sepa
demasiado fuerte y a la salsa la espesas
con una cucharadita de Maizena, queda
perfecta. Lisa, que aún en su agonía me buscaba con la mirada translúcida y remota de los muertos y me susurraba al oído: "No me duele, cielo, no me duele
nada." Y me aferraba las manos
procurando exhibir una fuerza que más que convencerme me partía en pedazos."Nada de sonda alimenticia, no quiero
sueros, sólo morfina", había exigido y
obtenido pese a la oposición intransigente
de la medicina oficial, empecinada en su extraño convencimiento de que nuestra vida es suya y no nuestra, y tanto más cuando llega a su fin.
Era julio. Madrid se derretía bajo un calor exasperante, seco e impío. En el salón, el aire acondicionado rezongaba un runrún de cansancio, encendido día y noche, y nuestra casa se mantenía fresca y aromada porque Lisa amaba el perfume de los inciensos de madreselva.He olvidado cuántos fueron los días de vigilia, el estado de alerta permanente renovando las velas de colores alrededor de su cama, las horas inacabables semiinclinada sobre su rostro grisáceo, atenta a cualquier suspiro, a la sutileza de un gesto apenas insinuado, dispuesta a cumplir el más remoto e ínfimo de sus deseos, aún a sabiendas que sólo deseaba una única cosa: dejarse llevar hasta el fin
como una barca de papel bogando en un riachuelo manso.Lo que sí recuerdo con nitidez, como si no hubieran pasado casi cuatro años, cual si mi memoria se hubiera congelado en una ambarina foto fija -"no me duele, cielo, no me duele nada"-, es que en cuanto dejó de respirar tras haber abierto los ojos por un momento y dedicarme una mirada indescifrable y un vago recorrido por los rostros de su madre, de Silvia, de su inseparable amiga Ángela, de su hermano Enrique, de mis padres que velaban en un segundo plano, buceando con esos ojos inefables que no eran ya sino un remedo trágico de sí mismos, en ese preciso instante en que hacía su tránsito, yo aflojé muy lentamente mi abrazo, apoyé su cabeza inerte sobre la almohada como quien deja en tierra una pájaro yerto, y acto seguido, cual si hubiera recibido una orden telepática de obligado cumplimiento, fui hasta la alacena de la cocina, descolgué la escoba y me puse a barrer la habitación.
No derramé una sola lágrima. A los pocos días de su muerte llevé sus cenizas a Cadaqués, acompañada por Silvia, Ángela y Enrique. Lisa y yo amábamos Cadaqués, era nuestro escondite predilecto, nuestra Ítaca privada y exclusiva. En la pequeña cala a mitad de camino entre Cadaqués y Port Lligat a la que siempre volvíamos, allí donde nos pegábamos como amebas a las rocas durante horas y nos besábamos desnudas jugando con las olas breves que dejaban diminutas caracolas sobre la arenisca, contemplé cómo el mar absorbía con delicadeza lo que quedaba de Lisa sintiéndome impávida y seca como de corcho. Entrelazando nuestras cinturas
murmuramos un mantra que quería ser consolador pero que a mí me supo a un punto final tan duro como un diamante obstinado. "La muerte es un hecho natural, pero siempre resulta una violencia indebida", escribió Simone de Beauvoir cuando murió su madre. Cierto, Beauvoir, cierto. Esa violencia indebida me devoraba de rabia y de impotencia clavándome sus garras con odio.Quería llorar, es más, mi alma pedía a gritos que dejara salir esa pena transida que me ahogaba hasta el espasmo, pero no podía.
Tampoco lo hice cuando, desgarrada por dentro, desmonté nuestra casa como quien desarma un puzzle amado. Acariciar su ropa me provocaba un dolor infinito, su olor todavía adherido a las faldas, los abrigos de lana gruesa, las blusas sedosas y leves, las fundas de su almohada, las paredes, los cuadros, las toallas. Mi música, su música, nuestra música, nuestros libros, la letra enorme y apasionada de sus cartas, sus notas dispersas en tarjetas, en los mensajes de amor que solía escribirme cuando menos los esperaba, en las listas de la compra olvidadas en algún cajón de la cocina. Su familia se mostró sumamente respetuosa conmigo, como siempre lo había sido. Yo era la heredera legítima de Lisa, su viuda por ley de amor, y con exquisita delicadeza dejaron que
dispusiera de sus pertenencias incluido el apartamento, que era de su propiedad. No lo quise. Imposible vivir un solo día más respirando el aire que ella ya no respiraba conmigo, y me mudé de inmediato a casa de mis padres. ¿Dónde se había escondido el llanto? ¿En qué perdido recoveco de mi espíritu estaba atrincherado y se negaba obstinadamente a salir?Continuará...
Nos vemos en el siguiente cap.
Saludos desde El Pulgar de Dios.
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La insensata geometría del amor _ Susana Guzner
RomanceDespués de una breve temporada en Italia, María planea regresar a Madrid para seguir con su vida cotidiana. Sin embargo, en el aeropuerto de Roma su mundo será sacudido cuando conozca a Eva, una mujer bella, atractiva y enigmática que termina fascin...