capitulo 2

44 1 0
                                    

Determinar el momento exacto en que el amor irrumpe no es nada fácil, al menos para mí. Nunca he sabido desentrañar el misterioso mecanismo por el cual traspasamos la porosa frontera de la simpatía o el interés por el otro y nos encontramos sin premeditación alguna transitando de lleno en el perturbador y resbaladizo territorio amoroso. “Una se enamora por decreto mental — solía decir Sara, una antigua amiga de la universidad—.

Te sientes inquieta, trastornada, y de pronto te dices: ‘¡Caramba, si lo que estoy es enamorada!’, y entonces se hace oficial, como si la mente certificara ante notario la existencia del amor.” Yo no estaba muy de acuerdo con esa teoría. La consideraba, no sé, demasiado voluntarista, racional y bastante utilitaria. Más bien siempre he concebido el amor como un impulso irreverente e intestinal del cual la pobre mente es la última en enterarse. En cualquier caso ahí estaba yo, inmersa en un auténtico marasmo. Incluso pensé que la teoría de Sara después de todo sí era certera y mi cerebro, turbado por la emoción, se había hecho cargo de lo que las tripas sentían sin el menor asomo de duda. Perpleja, me puse a juguetear sin ton ni son con el coqueto menú profusamente dorado de El Trianón incapaz de alzar la vista, que fue a parar sin mayor convicción sobre la servilleta aún sin desdoblar. No sé por qué el hecho de que fuera de una fina batista lila con puntillas beige primorosamente cosidas con punto de cruz en sus bordes me pareció más bien ridículo. Muy clásico, o muy naif, excesivamente comercial, incluso. Eva callaba.

Supuse que estaría mirándome, tal vez a los ojos, o a la nariz. O, en el peor de los casos, calculando la distancia que mediaba entre ella y la puerta de salida para largarse cuanto antes. Habíamos elegido una mesa para dos un poco retirada del resto, en el ángulo que flanqueaba la pared adornada con presuntos Turner y el amplio ventanal que daba a la calle. ¿Y si se marchaba? ¿Y si de pronto oía el roce de su silla retirándose hacia atrás, el rumor de su falda al ponerse de pie, sus pasos alejándose, huyendo del restaurante y de mi vida? Tenía que hacer algo, y rápido. La declaración amorosa había escapado de mi boca sin que pudiera evitarlo, pero ya no había remedio. Podía disculparme, por ejemplo, quitándole importancia al asunto.No era mala idea. Improvisar algún chascarrillo ingenioso, algo así como “la comida francesa me pone boba desde pequeña”, o “desconfía de cada palabra que digo sin la presencia de tu abogada”. ¡Dios, mi cerebro era una gelatina! Fue su mano la que me sacó del atolladero. La vi avanzar lentamente sobrevolando las copas como una cometa mansa hasta que llegó junto a la mía, que seguía aferrada al menú como una náufraga a la última astilla del barco hundido. Sus dedos apenas me tocaron, pero sentí el tenue peso de su palma sobre mi dorso y... No.

No fue un escalofrío, ni un desvanecimiento, ni un perder los sentidos. Tampoco escuché resonar súbitamente en mi cabeza el maravilloso tema con el que alcanza su clímax el segundo movimiento de la Séptima de Beethoven, ninguna nube multicolor me cegó las pupilas ni me estremeció el cuerpo una de esas sacudidas brutales y epilépticas que me había visto obligada a traducir tantas veces en incontables novelas de amor. Simplemente sentí que me inundaba una felicidad infinita, abarcadora, pacífica, como líquida, una sensación de sosiego que creía olvidada y que venía a poner orden en cualquier caos. Como si todo lo anterior, nuestro encuentro casual esa misma mañana en el aeropuerto, el vuelo anulado por amenaza de bomba, el traslado de vuelta a Roma, el interminable vagabundeo por la ciudad, la mutua invitación a cenar y también mi existencia, su existencia, la historia de la humanidad e incluso el Big Bang hubieran sido hasta ahora una concatenación ciega de sucesos dispersos, una salva alocada de acontecimientos entrópicos y azarosos que ahora, mágicamente, se organizaban en un todo ordenado y perfecto, en una secuencia redonda y total. Poco importaba ya si me había oído o no. Como borracha, me confesé balbuceante: “Sí, me muero de amor”. Rozó mi barbilla con sus dedos y me obligó a levantar la cabeza. La miré. Sonreía de un modo que me perturbó por lo inesperado. No parecía enfadada ni mucho menos escandalizada. Más bien tenía un aire de seguridad en sí misma y emanaba una impresión de dominio sobre una situación que, lo supe más tarde, no le era desconocida.

—¿Y ahora qué, María o como te llames? —preguntó en un susurro sin dejar de sujetarme con delicadeza. Para mi asombro, respondí retadora: —Ahora qué. Y no me llamo María. Caramba. De repente me había vuelto agresiva, y de qué manera. ¿De dónde salía este cambio repentino? ¿El orden impoluto de hacía tan sólo un segundo se había esfumado como el humo de una hoguera mal amañada permitiendo que el caos se adueñara otra vez de mi vapuleada persona? ¿Adónde se había ido aquel instante perfecto e iridiscente como una perla? Eva, por toda respuesta, echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas. ¿Por qué yo negaba mi nombre sin motivo ninguno, si nunca antes lo había hecho? La miré reír con cierto embarazo, entre avergonzada y divertida. Al menos no había huido y seguía frente a mí, del otro lado de la mesa. ¡Qué hermosa era! La boca generosa, expresiva y omnipotente parecía tragarse el universo de un bocado. No, más exactamente: el universo emergía de dentro suyo, como si hubiera estado reteniéndolo en su interior y hubiera decidido, magnánima, devolvérnoslo a los mortales. Incapaz de hablar, mis ojos iban de su boca a sus ojos, y de sus ojos a su pelo, largo, rizado y del color de las castañas maduras. Fue lo primero que me había atraído de ella al verla en el aeropuerto. Yo acababa de facturar y al entrar en la cafetería dispuesta a distraer la espera de mi vuelo a Madrid con uno de esos horribles café
express de Fiumiccino allí estaba ella, sentada sola en una mesa, su hermosa cabellera volcada casi totalmente sobre el periódico que estaba leyendo. Al pasar a su lado alzó la cabeza con gesto rápido y con una mano se echó el pelo hacia atrás despejándose la frente, como buscando algo o a alguien con la mirada. Su presencia rotunda me golpeó como una ráfaga de viento caliente. Recuerdo que me dije en italiano: Madonna, quanto è bella..., y seguí mi camino mirando fijamente hacia la barra.

La insensata geometría del amor _ Susana Guzner Donde viven las historias. Descúbrelo ahora