capitulo 3

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Sin embargo sin proponérmelo y sintiéndome un poco grotesca, reculé imprevistamente hacia la entrada y aparqué en una mesa desde donde podía observarla a mis anchas sin llamar demasiado su atención. —Una birra, nastro azzurro —pedí automáticamente cuando se acercó el camarero. ¿Pero es que no iba a tomar café? Eran las diez de la mañana y no bebo sino en las comidas, y aunque el express italiano es muy fuerte y no puedo con él pensaba pedirlo americano. Pero bien mirado sí, mejor una cerveza, ¿Por qué no? Me esperaba un trayecto en avión y el alcohol me ayudaría a hacer soportable ese turbador paréntesis de tiempo y espacio que me provoca el volar.

Cada tanto, como si me sintiera en falta, miraba a mi hermosa desconocida, absorta en su lectura. En realidad no podía apartar la vista de ella, pese a mis esfuerzos por interesarme en el cenicero colmado de papeles que tenía delante, en la pantalla que anunciaba las llegadas y salidas de los vuelos o en el intenso color carmesí de las chaquetas de los camareros. El gesto de su brazo cada vez que alzaba la copa y la llevaba a sus labios me tenía hechizada. Era un movimiento lento y preciso, una película proyectada fotograma a fotograma, y el ángulo que creaba su antebrazo al alzar la copa rozaba la perfección. Saber qué estaba bebiendo se convirtió en una urgente prioridad. Ese líquido transparente podía ser un Seven Up, una tónica, ginebra o cualquier bebida blanca. Tal vez simplemente agua del grifo. Tenía que descifrarlo y puse todo mi empeño en ello. ¿Un gin-tonic? ¿Bebía combinados por hábito o porque, como yo, se armaba de valor para afrontar unas horas allí arriba, en territorio de nadie? Eso si era ella la pasajera, porque perfectamente podía estar esperando a alguien que llegara de cualquier parte. “¿Pero qué tonterías estoy diciendo? —me corregí al punto—. Sin duda es ella quien vuela, de lo contrario no habría pasado el control de embarque.” Intenté recrear en mi paladar el sabor del gin-tonic para sentir el mismo gusto de su boca al tragar. Incluso pensé en preguntarle al camarero qué le había servido a aquella muchacha del cabello rizado, pero la sola idea me avergonzó de inmediato. Por la naturalidad con que sorbía sin ningún tipo de aspavientos ni regustos, decidí que el líquido translúcido era agua mineral, o al menos era lo que yo prefería que bebiera. Cuidaba de sí, de su cuerpo, elegía conscientemente su alimentación, probablemente era vegetariana y hacía deporte, una tabla de gimnasia todas las mañanas, tai-chi o bioenergética, tal vez. Caminar. Sí, seguramente tenía por costumbre caminar a diario y disfrutaba de largos paseos por el parque cercano a su casa, o por la escollera, una escarpada ladera o por dondequiera que soliera hacerlo, aspirando con deleite el olor salado de las algas y dejándose llevar por el rumor repetitivo de la rompiente, o acaso por un sendero umbroso de los bosques que frecuentaba atenta al piar de los pájaros madrugadores. Incluso, por qué no, dejando la impronta de sus huellas en los médanos dorados. Eso si es que vivía cerca en la montaña, en el mar o en una gran ciudad donde los únicos respiros son los espacios verdes. Su cuerpo espigado y fibroso parecía hecho para andar con pasos largos y pausados durante horas. Tampoco la había visto fumar, al menos no desde que yo había entrado en la cafetería, y el cenicero de su mesa estaba limpio. Las dudas colmaban mi mente, pero de algo estaba segura: esa copa anodina que sostenía con delicadeza encerraba toda una filosofía de vida. De pronto, tomándome por sorpresa, se puso en pie y se dirigió directamente hacia la salida. Al pasar cerca de mi mesa me miró fugazmente, supongo que porque me tenía en su campo visual. De inmediato bajé la vista y la posé sobre mi cerveza, temiendo ser descubierta en mis pensamientos. “¡No, por favor, no te vayas, no me dejes!”, supliqué entre dientes. Presintiendo más que viendo por el rabillo del ojo cómo se alejaba, me embargó un súbito desamparo y bebí compulsivamente buena parte del contenido de mi vaso. La enorme cafetería pareció vaciarse de repente, como si se hubiera llevado consigo todo el espacio disponible. Me sentía francamente enfadada conmigo misma, y me llamé al orden.    

“¿Estás tonta, María? Pareces un tío baboso ante un calendario de taller, sopesando si las tetas de febrero son más orondas que las de octubre. Recomponte, vuelve a tus cabales, haz algo, olvídala.” Pero muy lejos de seguir mi propio consejo lo que hacía era estudiar con detenimiento su mesa abandonada buscando alguna pista que me indicara si había salido por un momento, a los aseos, por ejemplo, o si ese vuelo que acababan de anunciar por los altavoces en un inglés trabajoso, “flight number five, six, five, nine to Frankfurt” era el suyo y ya no la vería nunca más.

Las escasas avellanas que restaban en el plato de plástico, la copa semivacía y la silla apartada no eran muy elocuentes: había bebido sólo la mitad de lo que fuera y comido unos pocos frutos secos, magros indicios como para sacar conclusiones. Su periódico aún estaba sobre la mesa, pero eso no significaba nada, o al menos no garantizaba su regreso. Muchas personas lo descartan una vez leído, otras confían en que nadie lo birlará durante su breve ausencia. Entrecerré los ojos en un esfuerzo por enfocar a distancia y averiguar en qué idioma estaba escrito. Vano intento. Lo había plegado de modo que la escritura quedaba del revés. ¿De dónde era, adónde iba? Descarté una ascendencia anglosajona,alemana, danesa o nórdica en general. Tenía un tipo demasiado latino, esbelta, más bien alta, boca jugosa y unos pómulos que parecían tensar al límite su piel dorada y cetrina. Aunque nunca se sabe, hay suecas morenas, y también escocesas, noruegas, suizas, luxemburguesas... “¿Pero en qué estás pensando? —volví a reprenderme—. ¿Qué más da dónde haya nacido, adónde viaja, si vive en Atenas o en Bogotá? Tú a lo tuyo.” “¿Y por qué no puedo fantasear a gusto? —me rebelé, respondona

—. Soy observadora,esa chica era guapísima y hago las hipótesis que me vienen en gana”. Estaba entre dos fuegos y no me decidía por ninguno, aunque ambos provinieran de mi propia trinchera. ¡Qué desconcierto tan tonto! Me obligué no sin esfuerzo a pensar en otra cosa, bebí de un trago lo poco que quedaba de cerveza e intenté concentrarme en pensamientos banales, cuanto más intrascendentes mejor. Qué haría apenas llegara a Madrid, por ejemplo. Una llamada a mis padres para avisar de mi regreso. Visita al súper porque la heladera estaba vacía. Toda la ropa por lavar, hacía tres semanas largas que estaba en Italia y los últimos días había tenido que apañarme con un único vaquero y unas pocas camisetas limpias. Tendría bastante correo atrasado, como de costumbre. Mañana, o tal vez el jueves, me pondría con la nueva traducción, un libro de una tal Monica Moretti que había causado furor en su Florencia natal y ya apuntaba como best seller en el país entero.

Mi editora había querido tomar la delantera a las demás editoriales españolas y ya eran suyos los derechos de la autora a precio de saldo, porque la jovencísima Moretti, tomada por sorpresa por su éxito fulgurante, todavía estaba muy verde para negociar con mano dura y era evidente que no tenía a nadie que le aconsejara. Si no estaba muy cansada, esta noche cenaría con Silvia, tenía muchísimas ganas de verla y de divertirme con sus apasionados arrebatos feministas, o “lesbiano-feministas”, como seguramente puntualizaría ella, corrigiéndome con ese gesto grave y apasionado que adopta cuando hablamos de “el Tema”. O quizá no, a lo mejor me metía en la ducha y a la cama sin más, gozando de las sábanas recuperadas y del confort de mi propia almohada. ¿Pero qué era de la hermosa pasajera?, se empeñó en insistir mi desbocado inconsciente interrumpiendo sin miramientos mis forzadas cavilaciones. ¿Estaba rumbo a vaya saber dónde o haciendo qué? Había abordado su avión, muy simple, adiós. ¿Y si sencillamente había ido hasta el duty-free...? Era una buena hipótesis, y me reconfortó.

La imaginé regresando a la cafetería con una bolsa entre sus espléndidos brazos. Miré otra vez hacia su mesa y me percaté que desde la barra un hombre muy bien trajeado por Emidio Tucci, sesentón, canoso y repeinado, me sonreía a la vez que levantaba su vaso con gesto invitante. Era una intromisión inesperada en mi intimidad que me disgustó y me pregunté cuánto tiempo haría que me estaba observando, incluso si se habría dado cuenta de mi turbación. “Y mañana al banco —insistían mis neuronas, empeñadas en retornarme a mis cabales—. A primera hora, que hay poca gente. Rizzo ha prometido un giro urgente y ese puñado de eurazos del trabajo para la embajada te viene de perlas para terminar de pagar el nuevo PC portátil.” “Rizzo, ese fantasma, no se cree ni la mitad de lo que promete —contradije a mi cerebro— y además posee la rara virtud de darle la vuelta a las situaciones de manera que parecería que he de ser yo quien pague por mi trabajo y no él, y a ser posible en especias.” Casi la había olvidado, pero al llamar al camarero para abonar la consumición atravesó la puerta con aires de princesa indolente y se encaminó a la misma mesa que había dejado. Efectivamente, colgaba de su mano una pequeña bolsa del dutyfree, y me felicité por lo atinado de mis deducciones.

Continuara...

Saludos desde El Pulgar De Dios.

La insensata geometría del amor _ Susana Guzner Donde viven las historias. Descúbrelo ahora