siguee

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-No lo crees ahora -contesté-. Pero quizá lo hagas cuando todo esto se derrumbe. ¿Cómo puedes suponer, por el amor de Dios, que tus decisiones son racionales cuando tienes a menos de cincuenta metros un montón de máquinas de venta de coca-cola, máquinas de venta de bocadillos, máquinas de venta de toda clase de tonterías? -para colmo, se me ocurrió algo terrible-. ¡Y hasta un horno microondas! ¡Tenéis hasta un horno microondas para calentar los bocadillos!

»Jimmy empezó a decir algo, pero no le hice caso. Me marché. Convencido de que el horno microondas lo explicaba todo. Era eso lo que me producía dolor de cabeza. Recuerdo haber visto a Janey y Kate Junger, del departamento comercial, y Mert Strong, del de publicidad, que me miraban. Debían de haberme oído gritar.

»Mi despacho estaba en el piso inferior. Bajé corriendo por las escaleras, entré en él, apagué todas las luces y agarré mi cartera. Después tomé el ascensor hasta el vestíbulo. Durante el trayecto, me puse la cartera entre los pies y me tapé los oídos. En el ascensor bajaban otras cuatro personas, que me miraron como se debe de mirar a un marciano... Henry sonrió secamente.

-Estaban asustados, por así decir. Vosotros también lo hubierais estado, atrapados en una cajita en movimiento, con un tío evidentemente loco.

-Hombre, no es una situación sencilla -comentó la mujer del agente.

-En absoluto. La locura tiene que empezar en algún momento. Y si esta historia versa sobre algo -suponiendo que los acontecimientos en la vida de un individuo tengan algún significado- es precisamente sobre la génesis de la locura. La locura debe iniciarse en algún punto e ir hacia algún otro. Como una carretera. O la bala expulsada de la recámara de una pistola. Yo estaba todavía a años luz de Reg Thorpe, pero en el mismo camino.

»No sabía dónde ir, de manera que me dirigí a un bar llamado Los Cuatro Padres, en la calle cuarenta y nueve. Recuerdo perfectamente que elegí aquel bar porque no tenía televisión, ni tocadiscos, ni demasiadas luces. Recuerdo también haber pedido la primera copa. Después, no recuerdo nada más hasta la mañana siguiente, cuando me desperté. Había vomitado en la alfombra y encontré un agujero en la sábana, producido por un cigarrillo. En mi estupor, me percaté de que había estado a punto de morir de dos interesantes maneras: asfixiado o quemado.

Aunque, en honor a la verdad, lo más probable es que no me hubiese dado cuenta de ninguna de las dos.

-¡Jesús! -dijo el agente, con respeto.

-Había sufrido una especie de apagón mental. Era el primero en mi vida. Pero siempre hay una señal al final del túnel, y nunca son muchos. Pero un alcohólico sabe muy bien que no es lo mismo que desmayarse, por ejemplo. Si así fuese, habría muchos menos problemas. No, cuando un alcohólico tiene un apagón, continúa haciendo cosas. Un alcohólico que sufre un apagón es como un diablillo trabajador, una especie de Fornit maligno. Puede hacer muchísimas cosas, como llamar a su mujer al trabajo y ponerla de vuelta y media, o conducir por la izquierda en una autopista y pegársela contra un autocar lleno de niños. Puede irse del trabajo o robar en una tienda o regalar su alianza de matrimonio. Son como diablillos que trabajan afanosamente sin cesar.

»Lo que hice en aquella ocasión, aparentemente, fue irme a casa y escribir una carta. Sólo que esta vez no iba dirigida a Reg, sino a mí mismo. Y no fui yo mismo quien la escribió, para ser exactos.

-¿Quién la escribió? -preguntó Meg.

-Bellis.

-¿Quién es Bellis?

-Su Fornit -intervino Paul, con aire ausente. Sus ojos brillaban en la sombra, mirando a lo lejos.

-Exactamente -dijo Henry, sin el menor asomo de sorpresa. Volvió a recrear la carta en el dulce aire de la noche para sus amigos, marcando los puntos y aparte con los dedos.

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