PREÁMBULO | Monstruos

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       El tiempo transcurría demasiado deprisa

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       El tiempo transcurría demasiado deprisa.
       No le daba tiempo a procesar lo que estaba ocurriendo. El pequeño niño era prácticamente arrastrado a través del oscuro pasillo de aquel enorme infierno. Las luces estaban apagadas y reinaba un silencio inquebrantable y sepulcral que solamente se rompía por sus jadeos agotados y el sonido de sus pasos chocando contra aquel suelo en ruinas que parecía querer ceder bajo sus pies.

      Por un instante, el niño temió que los tablones de madera podrida no soportasen su peso y se abriesen en un agujero, dejándolo caer a la más profunda y fría oscuridad.

       Las enormes manos que lo apresaban abrieron una puerta y, tras un crujido, lo empujaron con violencia al interior de una habitación.

      Su espalda impactó contra la pared y cayó sentado.

     De su boca salió un quejido ahogado.

       El pequeño se acurrucó en la esquina, tratando de acostumbrar sus ojos a la penumbra. Sin embargo, cuando logró percibir algo, se arrepintió inmediatamente. El espacio a su alrededor era algo escalofriante.

     Quiso correr, escapar y gritar desesperado suplicando auxilio. Pidiendo una ayuda que sabía que no le sería concedida.

      Tenía tanto frío que comenzó a temblar.
      Las lágrimas comenzaron a bajar por sus mejillas y se ocultó detrás de sus diminutas manos. Se sintió bajo la amenaza de cientos de monstruos que parecían querer destrozarlo en pedazos hasta que no quedase nada.

       Sin embargo, los monstruos a los que aquel pequeño temía no eran producto de su imaginación. Aquellos, los que lo atormentaban, eran completamente reales.
      Y mucho peores.

       Tras un tiempo encerrado, la puerta se abrió y una sombra gigantesca se proyectó frente a él. Su voz profunda lo hizo estremecerse y entrar en absoluto pánico.

      No profirió ni un solo sonido.
      La voz profunda de aquel individuo causó que se congelase al instante, sin poder mover nin un solo músculo por temor a despertar la ira de aquel hombre que de humano no tenía absolutamente nada.

      — Jimin — lo llamó —, ven conmigo.

     Solamente pudo ponerse de pie.
     Avanzó con pasos cortos hacia él. Lo siguió a través de aquel lugar. Quiso cerrar los ojos, volver a abrirlos después y descubrir que se encontraba en el interior de una horrible pesadilla. Sin embargo, no función. Jimin no estaba soñando. Escuchó el tintineó de unas cadenas, los llantos desesperados y dolorosos de aquellos que se encontraban siendo torturados en el interior de aquellas celdas.

      Las manos del hombre lo empujaron al interior de otra habitación completamente diferente. Parecía una caverna oscura, húmedas y con un olor ácido a putrefacción...   
       A muerte.

       Sintió que era su fin.
       Una mujer delgada, pálida y sonriente le dio la bienvenida. Su cabello negro le caía sobre el rostro. Sus labios pintados de rojo y sus dientes blancos y afilados lo hicieron querer vomitar. Aquella no era una sonrisa común. No era, ni mucho menos, una sonrisa cordial; aquellos dientes parecían formar una amenaza silenciosa. Un aviso.

     El niño sintió, por primera vez, que en aquel lugar le esperaba la muerte.

      Se sintió más solo que nunca.
      Descubrió que no acudiría nadie a sacarlo de aquel lugar por mucho que lo desease. Porque él había nacido de un crimen imperdonable y, sin tener culpa, debería pagar un castigo. Una penitencia demasiado dolorosa cuyo recuerdo le dejaría cicatrices imborrables tanto por dentro como por fuera.

     Con los ojos bien abiertos, la observó.
     El hombre que lo guiaba entró a la habitación. La puerta se cerró a sus espaldas de un solo golpe.

     Y Jimin quedó solo.
      Con la única compañía de aquellos monstruos.

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EL SECRETO DE UN ÁNGELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora