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El siete de enero Elizabeth se despertó en la cama de un hospital. Estaba totalmente desorientada y cuando su madre vio que se estaba despertando se acercó con un vaso de agua.

—Toma cariño, bebe un poco—. Elizabeth obedeció y bebió unos sorbos de agua. Cuando sintió que ya podía hablar, dijo:

—¿Qué paso? ¿Dónde estoy?

—Ay hija, tuvieron un accidente ayer—. Al escuchar esas palabras, algo en el cerebro de Elizabeth se activó y empezó a recordar todo. La discusión, el auto y el camión. Desesperada empezó a palpar su cuerpo y se sintió vacía.

—Mi bebe. ¿Dónde está mi bebe? —gritaba frenética. Su madre trato calmarla pero sin éxito. En ese momento, entro un hombre moreno, algo mayor. Elizabeth se dirigió a él: —Papá, papá dime dónde está mi hijo.

El hombre con paciencia se acercó a su hija y la acuno en sus brazos hasta que esta se calmó.

—Mi niña, yo sé que eres fuerte y debes demostrar esa fortaleza ahora. Tu hijo ya no está con nosotros. El impacto lo recibió tu vientre y al llegar al hospital fue muy tarde. Lo siento hija.

Al escuchar las palabras de su padre, Elizabeth rompió en llanto. Estuvo llorando por unos diez minutos hasta que logro calmarse y pudo preguntar por su esposo.

—¿Dónde está Dylan? —cuando ella formuló la pregunta, sus padres compartieron una mirada de dolor. Ella se percató de aquello pregunto de nuevo: —¿Qué? ¿Qué paso? ¡No se queden callados y díganme!

—Cariño calmate—. Le pidió su madre.

—Dylan está vivo pero está en coma—. Le respondió su padre.

—¿Qué? —Elizabeth se negaba a creerlo— ¿Por qué yo estoy despierta y él no? ¿Qué paso?

—Henry, ten cuidado con las palabras que vas a usar—. Advirtió la señora mayor a su marido. El hombre hizo caso omiso a la advertencia de su mujer y se dirigió a Elizabeth.

—Tu vientre amortiguo tu golpe, se puede decir que tu hijo te salvo la vida. Dylan no corrió con la misma suerte y se dio un fuerte golpe en la cabeza contra volante, por un defecto de fábrica las bolsas de aire no se activaron. Los médicos no están seguros de cuando despertara, o si despertara.

Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos de nuevo al escuchar el relato de su padre.

—Es mi culpa. Es mi culpa. ¡Todo es mi maldita culpa!

—No cariño, no es tu culpa. No digas eso—. Su madre empezó a decir cuando se dio cuenta que su hija entraría en una crisis.

—¡Claro que sí! Todo es mi maldita culpa. Él me dijo que no debíamos salir y yo de estúpida le lleve la contraria. Es mi culpa—. Elizabeth había empezado a gritar y a patalear en medio de su desesperación; así que su padre corrió fuera de la habitación en búsqueda de un doctor y este llego con un sedante para calmarla.

Una semana después Elizabeth recibió el alta y de inmediato se encamino a la habitación donde se encontraba su esposo. Afuera del lugar se encontraban los padres de Dylan quienes se interpusieron en su camino.

—Dylan no debe recibir visitas de cualquiera en este momento. Su estado es delicado—. Dijo la madre de este con una sonrisa falsa adornando su rostro.

Elizabeth era consciente del desprecio con el que la mujer dijo aquello. No era ningún secreto que la discriminaba por su color de piel y durante su noviazgo, Irene había tratado de persuadir a su hijo para que terminara aquella relación, cosa que no logro y tuvo que aceptar su matrimonio.

Con la misma hipocresía, la joven respondió: —Si bueno, pues yo no soy cualquiera. Además el doctor me autorizó la entrada. Pregúntele si quiere—. Y señalo un punto tras la mujer donde no había nadie. Durante el segundo de distracción, aprovechó para entrar y asegurar la puerta.

Una vez pudo ver a su esposo, la tristeza volvió a llenar su cuerpo al detallar el estado en el que este se encontraba. Un gran vendaje blanco envolvía su cabeza, una máscara de oxígeno cubría su nariz y boca. Y diversas maquinas a su alrededor controlaban cada proceso de su cuerpo.

Con los ojos llorosos, se acercó hasta la camilla y tomo la mano de Dylan.

—Perdoname, por favor perdoname. Todo esto es mi culpa. Debí escucharte. Lo siento—. Dijo con un débil susurro. Permaneció inmóvil observando el pálido rostro del amor de su vida y escuchando de fondo la máquina que contaba los latidos de su corazón.

Unos segundos después, se sentó y apoyó la cabeza en el borde de la cama, sin soltar nunca la mano de su amado.

Había pasado alrededor de una hora cuando Elizabeth sintió un leve apretón. Levanto la cabeza y observo como los ojos verdes de su esposo le devolvían la mirada.

—¿Podrías... agua? —susurro el hombre con dificultad a través de la máscara de oxígeno. Elizabeth se levantó rápido y sirvió un poco de agua en un vaso desechable. Luego le quito el oxígeno a Dylan y le ayudo a beber un poco. Segundos después él volvió a recostarse y susurró un débil "gracias".

Elizabeth lo observó embelesada con una sonrisa en su rostro. Habían dicho que no era seguro que él despertaría pero ahí estaba él, agradeciéndole por un poco de agua. La alegría llenaba el cuerpo de la mujer porque después de tantas noticias malas, algo bueno estaba ocurriendo.

—Oye, ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿Quién soy?— la voz de Dylan la trajo de vuelta a la Tierra y al escuchar las preguntas que este había hecho, la sonrisa se borró de su cara.

Observo los ojos de su pareja en búsqueda de un destello de humor pero al no encontrarlo, la realidad la abofeteo en el rostro. Elizabeth no pudo soportar más el estar en ese lugar. Sintió como el aire se escapaba de sus pulmones y con un suave "lo siento", salió corriendo de allí dejando a un confundido Dylan con mil interrogantes en su cabeza.

Tu eres mi destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora