2. Diclofenaco

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El reloj marcaba las nueve de la mañana, y en aquel mundo entre rejas, la prisión ya hervía. Estaban todas desayunando. Algunas después iban a clases, otras a trabajar y a los respectivos talleres.

La enfermera se encontraba en su esquina habitual del comedor, preparada con su maletín de medicación y su kit de glucemias. Realizaba los controles rutinarios antes de desayunar, repartía la medicación y volvía a la enfermería a realizar las pruebas programadas, o a veces a esperar a ser útil.

Las más madrugadoras ya habían venido a por sus pastillas, y estaban desayunando. Mimi estaba apoyada sobre una de las mesas, con los brazos cruzados observando a lo lejos, cuando una de las reclusas se cruzó en su visión.

—Buenos días, enfermera —la saludaba Pilar, una mujer de cincuenta años, de ojos claros y pelo blanco. Se acercaba con la mano extendida, preparada. Mimi le dedicó una sonrisa.

—Buenos días por la mañana —dijo mientras cogía un algodón y lo impregnaba de desinfectante. Lo pasó por su dedo y acercó el glucómetro después. En cuestión de segundos, ya tenía el nivel de glucosa en la pantalla. Los anotó en su planilla y le tendió un algodón limpio—. No estamos muy mal, ¿Eh? —le sonrió, antes de darle el vasito de plástico que llevaba su número de identificación.

—Después me paso por un caramelo —la avisó señalándola mientras cogía el vaso. Mimi le dedicó una carcajada asintiendo.

Tenía la suerte de que la mayoría de las veces solían tratarla bien. Había tenido más problemas trabajando fuera de la cárcel. Allí eran respetuosas, agradecidas y valoraban su trabajo. Aunque por supuesto había excepciones. No dejaban de estar encerradas veinticuatro horas, los problemas se magnificaban, y acababan saltando las chispas que provocaban el incendio. Pero Mimi evitaba a toda costa cualquier tipo de enfrentamiento.

—¿Qué pasa rubia? —la saludó una mujer de unos treinta y pocos, de estatura similar a la suya, pelirroja y con el pelo corto.

—Buenos días —le sonrió al localizar su vaso con rapidez. Lo estiró con la palma de la mano abierta—. Todo suyo, señorita.

La joven sonrió.

—Qué lástima que solo sean las pastillas —le guiñó un ojo y Mimi rió, con aquella risa algo escandalosa.

—Que nos hemos levantado guerreras —susurró moviendo la cabeza hacia un lado mientras fruncía los labios.

—Ya te digo yo que si me levantara contigo, estaría mucho más relajada y tranquila —movió las cejas un par de veces y Mimi la miró aguantando la sonrisa.

—Y más cansada también —le guiñó un ojo y le dedicó una sonrisa cómplice. A lo que la otra respondió riendo.

—Has desayunado fuerte eh —estiró la mano para chocarle las cinco. Y se fue caminando para sentarse en una de las mesas.

Llevaba tratándola, desde que llegó. Probablemente era de unas de las que más visitaba la enfermería, por los muchos problemas de salud que tenía. Y Mimi había encontrado que el humor era la mejor medicina para lidiar con ella. Así que solían compartir siempre un ratito, donde hablaban de cualquier tontería, y se reían. Cualquier cosa que alejara el tema de lo que las unía; prisión y enfermedad.

En cuestión de pocos minutos, entraba otra reclusa directa hacia Mimi. Esta ya tenía el vaso correspondiente con la medicación.

—Buenos días —susurró sonriéndole y la mujer le devolvió la sonrisa. Observó su vaso y frunció el ceño.

—¿No hay cambio?

Mimi negó con los labios fruncidos.

—No, el doctor ha indicado que sigamos probando una semana más, vamos a darle tiempo al tratamiento a surtir efecto —explicó señalando a las pastillas.

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⏰ Last updated: May 27, 2019 ⏰

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Every breath you take // miriam²Where stories live. Discover now