15 - día 43

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—¡Eh, Miguel! ¡Al fin te encuentro!

Hacía un día especialmente bueno. La temperatura era baja, aunque cada vez menos, y el sol brillaba con fuerza en el cielo. Empezaba la cuenta atrás para la primavera.

Acudí al encuentro de Miguel en la azotea, donde acostumbraba a estar siempre a aquellas horas, y me situé a su lado, de cara a la ciudad. Aquella mañana mi buen amigo tenía cara de adormilado, como si no hubiese dormido demasiado por la noche. Me miró de reojo, sobresaltado ante mi repentina aparición, y sonrió a modo de saludo.

—¿Me buscabas?

—Llevo todo el día buscándote, sí. ¿Qué hora es? —Comprobé la hora en el teléfono y volví a mirarle—. Las doce. Bueno, es pronto aún, pero vaya, que llevo desde las nueve.

—¿Y eso?

No pude evitar que una sonrisa se dibujase en mi rostro de pura emoción. Tenía que contarle algo importante: algo que estaba tan convencida de que podría ayudarle en su problemilla que ya fantaseaba incluso con su agradecimiento. Miguel era un chico muy distante, frío incluso, pero cuando escuchase lo que tenía que decirle cambiaría su actitud. Estaba segura de que me daría un buen abrazo, o al menos un beso en la mejilla. No sé, algo que demostrase su agradecimiento...

Estaba tan, tan convencida que antes incluso de decirlo ya lo estaba celebrando, detalle que no le pasó desapercibido a Miguel. Mi amigo se volvió hacia mí, con la ceja levantada y los brazos cruzados, y negó con la cabeza.

—¿Pero se puede saber qué te pasa hoy?

—Que estoy contenta —aseguré, y no mentía. Había despertado de muy buen humor, y no era para menos. A mi lado estaba David, abrazado a mí, con carita de ángel y expresión tranquila tras haber dormido plácidamente toda la noche—. Muy contenta.

—Sí, sí, se nota. ¿Y para qué me buscabas?

No necesité más para comprender que él no estaba de demasiado buen humor. Podía imaginar el motivo. Si no lo habían despedido ya, que era evidente que no, no tardarían en hacerlo. Por suerte, su suerte iba a cambiar.

—Ayer soñé contigo.

—¿Conmigo?

Asentí con la cabeza.

—Sí. Sé que no tiene ningún sentido, pero tengo la sensación de que esto va a ser importante para ti... que te ayudará a recordar. —Le dediqué una sonrisa esperanzadora—. En mi sueño estábamos en un aula universitaria. Era un sitio peculiar, con las paredes totalmente de madera y en forma de teatro, con graderías y tal, ¿sabes? Rollo inglés. La cuestión es que estábamos en una clase teórica con un profesor de unos sesenta años. Era calvo y bajito... lo que no recuerdo cómo se llamaba. Nos estaba dando una clase en la que contaba bastantes anécdotas de su etapa como anestesista...

La expresión de sorpresa inicial de Miguel empezó a disiparse para dejar paso a inquietud. Entrecerró los ojos, con las cejas muy bajas y la mirada fija en mí, y se mantuvo en silencio, totalmente concentrado en mis palabras. Sus ojos revelaban reconocimiento. Sabía de lo que le hablaba.

—El doctor Sáenz De Balaguer —dijo en apenas un susurro—. Lo recuerdo, sí... ¿Pero tú...? ¿Tú estabas en esa clase? Fue hace cinco años si mal no recuerdo.

Me encogí de hombros. Con esa edad yo aún estaba en el instituto en Alicante, pero por alguna extraña razón el sueño era tremendamente vívido. Era, para ser más exactos, prácticamente un recuerdo.

—No lo sé —admití, y aunque probablemente debería haberme preocupado, no lo hizo. Por primera vez en mucho tiempo, no me sentía inquieta. Tal era mi alegría por creer estar ayudando a Miguel, que todo lo demás carecía de sentido—. La cuestión es que estabas en primera fila, atendiendo a clase. Te vi desde lo alto de la gradería.

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