19 - Día 58

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Diez días después desperté en mi casa, con los músculos totalmente entumecidos, la mente adormecida y un intenso dolor en el cuerpo cuya procedencia no era capaz de definir. Piernas, brazos, pecho, cabeza... me dolía absolutamente todo.

Tardé unos minutos en situarme. Lo último que recordaba era la máscara de gas avanzando hacia mi rostro, con Joan sujetándola y la voz de Delgado sonando de fondo. Decía algo sobre cirugía, sobre dinero... y sobre Vanessa.

Sobre mí.

Sobre alguien.

Me incorporé con lentitud, sintiendo un violento latigazo de dolor azotarme todo el cuerpo al levantarme, y apoyé los pies sobre el suelo. Curiosamente, llevaba calcetines. Moví los dedos dentro del tejido, sintiendo un escalofrío con el primer gesto, y dejé caer la cabeza hacia atrás, estirando todos y cada uno de los músculos del cuello y espalda. A continuación, haciendo un esfuerzo para ello, me puse en pie y me acerqué al espejo, donde miré mi propio reflejo.

O el reflejo de la persona que había ante mis ojos, no lo sé.

¿Aquella era yo? No sabía ni qué responder. No reconocía el color rojizo en mi melena, ni tampoco la expresión que ahora decoraba mi rostro. Un rostro que, por otro lado, hacía tiempo que no se correspondía al mío. Al menos al de la Alicia del pasado; la Alicia que ya apenas tenía espacio en mí ser.

Aquella a la que estaba a punto de desterrar definitivamente.

Ahora aquel era mi rostro, mi auténtico yo. Aquel que llevaba mucho tiempo enterrado en lo más profundo de mi mente, esperando el momento para poder salir.

Aquel momento.

Apoyé la mano sobre el espejo, descubriendo en la muñeca que ya no había ni rastro del tatuaje que en otros tiempos me había acompañado, y sonreí. Tenía una extraña sensación de irrealidad: sentía como si flotase en mitad de un océano de confusión y paz, pero me sentía bien. Me sentía tremendamente bien, y no entendía el motivo. En realidad debería haber estado asustada, aterrorizada al ver un rostro nuevo en el espejo, pero por alguna extraña razón me sentía cómoda con él. Era como si, en el fondo de mi alma, llevase tiempo esperándolo, como si aquella apariencia fuera la que realmente me correspondiese.

Como si al fin hubiese logrado liberarme de la máscara tras la cual había estado escondida.

Aquella mañana quedé con David en el paseo marítimo para pasar un rato en la playa. El tiempo acompañaba, la temperatura había subido varios grados y el cielo estaba despejado, por lo que decidimos acomodarnos en la arena. Alquilamos un par de hamacas y juntos pasamos la mañana, disfrutando de las maravillosas vistas del mar e intercambiando confidencias. Según decía David, había ido a verme todos los días al hospital, aunque yo no lo recordaba. De hecho, incluso decía que habíamos estado hablando, que habíamos cenado juntos en la cafetería e incluso que se había quedado a dormir en un par de ocasiones a mi lado en una cama supletoria, pero yo no guardaba ningún recuerdo de ello.

Cero.

Pero no me importaba. Estaba en un estado zen tan extremo que simplemente no le daba importancia. Había perdido diez días de mi vida, diez días en los que Julián Delgado y su equipo había podido hacer conmigo lo que les hubiese dado la gana, pero no me preocupaba. Tal era mi confianza en él y en cuanto me rodeaba que daba por sentado que habían hecho bien su trabajo. De hecho, así lo sentía. Nunca me había sentido tan tranquila como aquel día. Tan relajada... tan feliz.

Charlamos, nos bañamos y nos reímos. Nos besamos y nos abrazamos, saltamos entre las olas, nos masajeamos la espalda y llegado el momento pasamos largo rato secándonos al sol, boca abajo en nuestras hamacas, cogidos de la mano. No cansábamos de mirarnos.

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