22 - Día 63

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Aquella noche no conseguí conciliar el sueño. Me pasé el resto de las horas pensando en las palabras de Sara, en su comportamiento y, en general, en todo lo que me había sucedido desde mi llegada a Barcelona. Estaba inquieta... estaba asustada, pero a la vez tenía una extraña sensación de bienestar que apenas me permitía profundizar en los pensamientos. Era como si flotase, como si estuviese borracha, aunque ya no sabía de qué. De alcohol no, seguro. De medicinas, mentiras y tristeza, suponía.

Aquella mañana no hablé con Rosa cuando vino a buscarme. A ella le apetecía, se le notaba, pero yo estaba tan derrotada que no me veía con fuerzas.

—¿No has dormido bien, preciosa?

—No he dormido.

—¿Y eso? ¿Te encontrabas mal?

¿Podría acaso haberme encontrado bien?

Respondí con un encogimiento de hombros y centré la mirada en la ventanilla, para ver el paisaje. Con la llegada del buen tiempo los árboles habían vuelto a llenarse de hojas y las flores empezaban a cubrir de bonitos tapices de colores las terrazas de los vecinos de Santa Helena. Se podría decir que el pueblo estaba renaciendo, y yo con él.

Llegamos al laboratorio pronto, cuando apenas empezaba a formarse el atasco habitual en la entrada a la Diagonal. Rosa avanzó a través de las calles hasta el aparcamiento y me dejó frente al ascensor, como de costumbre. Me identifiqué, apreté el botón 8 y ascendí hasta la recepción, donde la misma recepcionista de siempre atendía el teléfono.

Me guiñó el ojo antes de presionar el botón de apertura de la puerta de cristal. Estaba de buen humor, por lo visto. Que suerte. Yo, en cambio, entré en el pasadizo lateral y lo atravesé arrastrando los pies, con el peso del mundo cargado a las espaldas.

El doctor Delgado ya me esperaba en la consulta para cuando llegué. Hablaba por teléfono y parecía bastante alterado, como si discutiese con alguien, pero por lo demás estaba como siempre. Bata, tejanos y zapatos.

Me dejé caer en la silla frente a la suya.

No tardé demasiado en descubrir que estaba discutiendo con su mujer. No era la primera vez que presenciaba una conversación de aquel calibre, pero aquel día parecía especialmente acalorada. Al parecer, Julián no había dado suficientes explicaciones sobre dónde había estado la noche anterior y eso había sacado de quicio a su santa esposa.

—¡Pero en serio, cariño, era una cena de trabajo! Estaba con el Señor Domínguez, te lo ase... —Pausa—. No, en serio, se me olvidó decírtelo. Fue todo muy de golpe, y... —Pausa—. ¡Venga, va, no exageres: Domínguez es mi jefe, qué menos que ponerme un traje! —Pausa—. Dios, ¡es solo un maldito traje!

Me miró y puso los ojos en blanco. Aquella mujer lograba sacarle de quicio.

—No huele a nada, no te montes películas... —Pausa—. Pues será de mi paciente, ¡yo qué sé! La llevé en el coche... —Pausa—. ¡Por el amor de Dios, es poco más que una adolescente! ¡No llega ni a los veinte años! —Pausa—. Sí, sí... hoy volve... ¡escúchame! Hoy volveré pronto, ¿de acuerdo? En cuanto llegue a casa lo hablamos. —Pausa—. No es que no quiera hablar contigo, es que tengo trabajo, cariño. Hablamos luego, va. Te quier... genial, ni me ha dejado acabar.

Julián separó el móvil de la oreja y miró la pantalla con expresión ceñuda. Paseó el dedo índice por su superficie, seleccionó un par de opciones y finalmente lo bloqueó, dando por finalizada la conversación. Se lo guardó en el bolsillo y se dejó caer en la silla.

Juntó las manos sobre la mesa.

—Dios, dame paciencia —suspiró—. ¿Por qué sois todas tan complicadas?

HypnosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora