Había llegado el gran día. Hoy iba a verle por primera vez en mucho tiempo. Había considerado llamarle, tal vez pasarme por Ferraz para saludarle y desearle suerte, pero cada vez que iba a coger el teléfono los nervios me traicionaban y la voz se me quebraba solo de pensar en su voz ronca y atractiva, con ese tono monótono que tanto me gusta.
Mientras me preparaba me miraba al espejo, pensando en qué ponerme, si le gustaría mi camisa azul, qué llevaría él puesto. Pensaba en su americana azul que combinaba con sus ojos y con su corbata roja, en lo que me gustaría tirar de ella mientras le desabrochaba la camisa mirando a su seductora sonrisa.
Me puse tan nervioso que se me olvidó ponerme corbata, y la coleta me quedó medio deshecha, pero no importaba. Iba a verle por primera vez en casi seis años.
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Cuando llegué al plató me sudaban las manos. Él no había llegado todavía. Íñigo se me acercó, me había acompañado hasta allí para darme ánimos.
-Tú puedes, vas a destrozar a ese Sánchez- me dijo, mientras yo pensaba que si que me gustaría destrozarle, pero no en el sentido que mi camarada me decía.
-Gracias Íñigo, anda vete, que se te está haciendo tarde y tienes que ver los Lunnies- le di un abrazo a mi camarada y entonces entró Albert Rivera.
Odiaba a ese bastardo Scarface wannabe de inspiración colombiana con toda la fuerza de mi alma podemita. Notaba como el odio exudaba por mi coleta. Fantasía de los moderados, le odiaba más que a las puntas abiertas.
La primera vez que nos vimos, en el programa de Jordi Évole, me cayó bien, pero nuesta relación cambió rápidamente. Sabía, mis fuentes me lo habían confirmado, que Alberto Carlos estaba enamorado del amor de mi vida, y trataba de quitármelo. Él lo llamaba "formar gobierno", eso decía en las radios y televisiones que visitaba, pero yo había visto cómo le miraba. No iba a dejar que el hombre de mis sueños cayera en las redes de semejante aspirapolvo.
Se rascó la nariz antes de acercarse a mi y estrecharme la mano, mirándome con esa media sonrisa de liberal que supongo le funcionaría con los socialdemócratas, pero no iba a funcionar conmigo. Sabía qué era lo que tramaba.
La siguiente en entrar fue Soraya Sáenz de Santamaría, que nos saludó brevemente a los dos, y luego ocurrió.
Su presencia imponía, su metro noventa hacía temblar las paredes, o quizá solo eran mis nervios, y comenzó el debate.
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Fin del flashback
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Peblo: una historia en la universidad
Non-FictionUna gran historia de amor. Dedicado a Anwüi la mejor politóloga de la existencia