LAS DECISIONES FINALES - Cap. 1

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 ¡JOSÉ LUIS, NO LO HAGAS, NO! ¿NO VES QUE ES TU HIJO?

 Se despertó sobresaltada, temerosa, en posición fetal, sintiendo miedo. Su subconsciente le jugaba una mala pasada desde hacía un año. Tenía la misma pesadilla noche tras noche. Los recuerdos afloraban desde que empezó a escribir sus memorias, las malas experiencias vividas en la infancia y adolescencia se hacían presentes en sus sueños.

 Salió al porche, se sentó en la mecedora. Fue lo único que se trajo de Uruguay cuando se afincó en Europa. Su madre, Robertina, la heredó de su abuela, Doña Marcela. Estaba muy gastada, descolorida, no la quería restaurar, ni siquiera barnizar. Al mecerse en esa antigüedad, se sentía protegida por el cariño de su abuela que supo tan bien comprender su mente perceptiva y atormentada.

 Beti Roldán da Silva, a sus cincuenta y tres años cumplidos, de espíritu juvenil a pesar de las vicisitudes pasadas a lo largo de su vida, estaba en forma. Siempre tuvo pánico a envejecer, cuidaba mucho su aspecto. Alta, de complexión delgada, muy femenina, llevaba una melena larga de color azabache que empezaba a teñirse por las sienes, su rostro no reflejaba su edad, le gustaba presumir que era más joven de lo que aparentaba. De ojos grandes color miel, que según la luz tornaban verdosos o marrones, pómulos salientes, boca carnosa. Era consciente que por donde pasaba llamaba la atención.

 Una hermosa mañana de primavera, los rayos del sol acariciaban su rostro que parecía insensible al paso de los años. Su perro Igloo, un pastor alemán de apenas tres años con más de cincuenta kilos, no se separaba de ella. Lo compraron a medias entre ella y su amiga de piso, Mercedes, fallecida. Beti siempre lo consideró suyo. Era la hora habitual de su primera salida. Terminó su café, se recogió el pelo. El paseo no fue muy largo, no más de veinte minutos. De vuelta arregló la casa, quería estar lista antes de las nueves y media. Raquel ayudaba a Beti en la casa. Hoy no llegaría antes de las diez, no coincidirían. Joven de veinticinco años, agradable, muy cumplidora. La contrató tras la muerte de su compañera de piso. Se llevaba muy bien con Igloo, se quedaría esos días a su cuidado.

Hoy miércoles nueve de junio, era el día que tenía que entregar el manuscrito que le prometió hacía un año al primo de su madre, Raúl da Silva Hernández, el manuscrito que le prometió hacía un año. Mal llamado así, transcrito en el procesador de texto de su ordenador. El encuentro se haría en Madrid en la casa de Raúl da Silva Hernández. Permanecería tan solo cuarenta y ocho horas, el viernes regresaría. Hacía una semana que hablaron por última vez, antes de sacar su billete. En esa conversación le comentó que estaba muy ocupado con su última obra, no podría atenderla como se merecía. Si prefería que lo enviase por e-mail, que se ahorrase el viaje. Ella quería entregarlo en persona, aun sabiendo que hablarían poco. Aunque estuvieran entre las mismas cuatro paredes, pasarían escaso tiempo juntos. Él se encontraba en un momento crítico de su novela, llevaba unos días bloqueado, no conseguía un final que le pareciese aceptable. Aun conociendo su estado de ánimo resolvió ir, dos días se pasaban pronto, así cambiaba de aires.

 Raúl nació en el seno de una familia disgregada. No fue un hijo deseado, el quinto vástago, todos varones, sus padres no se llevaban bien. En edad estaba entre Beti y su prima Robertina. Hombre apuesto, de elevada estatura. Se cuidaba corriendo diez kilómetros a diario. Ella lo recordaba con barba recortada, canosa, que lo hacía muy atractivo. Periodista, escritor de prestigio, galardonado en importantes certámenes literarios tanto en España como en Sudamérica. Se conocieron en Río de Janeiro, él era un chico joven, atractivo, de unos diecisiete años, Raúl contaba con quince más. A quien llamaba primo desde sus primeros encuentros. Conocía parte de su vida. Fue su paño de lágrimas, sabía lo que sufrió antes de llegar hasta donde estaba en estos momentos. Cuando escribía le gustaba estar aislado, tenía una casa en el pueblo de El Berrueco, en la sierra norte de Madrid. No instaló teléfono, sólo mantenía la línea de internet, se comunicaba a través del móvil cuyo número desconocían muchas personas, salvo los más allegados. De esa manera encontraba la paz que necesitaba.

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