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Esa tarde fuimos a visitar a nuestro padre, un hombre sencillo de corazón. Mi papá nunca le gustó la vida que llevo, ni la carrera que elegí. Siempre pensó que yo podía más, quería que yo eligiera una carrera como comercial o derecho, nunca literatura.
Sin embargo, nunca me molestó por esa elección, me dio a entender que me apoyaba pero que no volviera a él para quejarme.
Mi papá fue el único familiar cercano que tengo, no tengo hermanos y mi mamá nos abandonó cuando tenía cinco años. No me acuerdo mucho de ella, tal vez por eso me abandonó, no se sentía muy ligada a nosotros. Mi mamá no le importó su matrimonio ni su hijo y se escapó con un hombre que conoció en un café. Pasó varios años engañando a mi papá hasta que decidió que era el amor de su vida y que se fueran juntos a Italia. El amor de su vida era un empresario exitoso, con varios títulos pomposos.
Mi mamá tenía 35 años y mi papá tenía 45 cuando se conocieron, tras un año de relación me tuvieron, apenas pasó eso se casaron. Fingimos ser una familia por 5 años, íbamos de vacaciones a la playa, visitábamos a mi abuela materna los domingos. Mi papá trabajaba en una oficina de mi abuelo, nunca hizo nada distinto, su vida era una rutina. Tal vez por eso lo abandonó, todo era muy monótono.
Mi papá vive cómodamente en un departamento ligeramente lujoso con su perro y su gato. Me pregunto si es feliz, si se arrepiente de las elecciones que ha hecho en su vida, si se arrepiente de haberme tenido, si se odia.
Apenas toqué el timbre me abrió y me abrazo. Hace tiempo que no lo visitaba, debería hacerlo más seguido. Me invitó a pasar y me ofreció algo para tomar. Acaricie a cachupin (su perro) y su a gata Elisa, y fui a la sala de estar. En la mesa de centro tenía unas papas fritas de bolsa, unas galletas con queso y una Coca Cola de litro y medio.
La sala de estar es color huevo, un blanco medio amarillento, odio ese color. Tres sillones que apuntan a una mesa de café que tiene una cubierta de vidrio y patas de madera, abajo de ella una serie de libros que juntan polvo. Encima de uno de los sillones hay una copia de un cuadro de Dalí, el de los relojes derritiéndose. Jamás me pude sentir cómodo en ese lugar, no me siento bienvenido, no siento que pueda estar ahí más de dos días seguidos. Es un lugar donde se me acaba el aire, donde siento que las murallas se van cerrando de a poco, donde el sol es más opaco y la noche más oscura, donde las pesadillas son más tenebrosas.
Mi padre me invitó a sentarme, lo hice, después me ofreció un queso con ají, lo engullí. Hubo un par de segundos de silencio incómodo, se sintieron como horas, siempre ha sido así. Rompió eso con la pregunta de siempre ¿cómo te ha ido en el trabajo? No sabía que responder, quería decirle que ser profesor de lenguaje para extranjeros no lo consideraba mi trabajo, yo solo quería escribir. Ese trabajo solo sustenta el día a día, escribir, la fotografía y leer era lo que alimentaba mi ser, mi esencia.
Él quería que fuera como el, un oficinista asalariado, un ser monótono. Quería que fuera a la universidad, entrara a ingeniería comercial y trabajará en algún banco o empresa de seguros, que estuviera en alguna gran corporación, solo así estaría orgulloso de mí. No quiero su maldito orgullo.
Le respondí que todo iba bien, que no tenía problemas de plata ni nada de ese estilo. Se notó que se tranquilizó. Cambie al tema, le pregunte de cómo estaba.
- Bien, sobreviviendo el día -me respondió- sin mayores saltos.
- Me alegro.
- ¿Y tú? ¿Cuando vas a traer a una polola?
Esa pregunta no me la esperaba, de todas las veces que lo visité nunca me hizo esa pregunta. Nunca me había propuesto conocer a alguien que me gustara y entablar una relación con ella. Escapaba a mis prioridades.
- No sé, tengo que conocer a alguien primero.
- Oh, bueno, la paciencia es una virtud.
Me comenzaron a transpirar las manos. Me di cuenta de que no tenía a nadie más que a mí papá y a mis amigos, no tenía a nadie muy íntimo. Por primera vez me dio una angustia incomparable por la soledad.

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