Prologo.

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 El aire estaba inundado por risas, se respiraba la esencia veraniega que el Sol, el calor y la alegría infantil podían aportar a un parque. La pequeña se columpiaba alegramente, balanceando su piernecitas hasta el infinito, disfrutando del buen clima que brindaba este día. Sentada en un banco, a lo lejos, una adorable anciana la observaba sonriendo, era su pequeño trozo de cielo. La niña bajó del columpio de un saltó y corrió hacia su abuela con la energía que los niños poseen.

- Nana, Nana, necesito una toallita. Me he manchado de barro.- dijo la niña.

La anciana sonrió amablemente y de su bolso sacó un paquete de toallitas. Le tendió una a la pequeña la cual se lo agradeció con una sonrisa con algunas piezas de menos, típico en la edad.

- Trae, déjamelo a mi.- dijo la abuela.

Cogió el pequeño brazo de la niña con delicadeza y frotó la mano para sacar la suciedad.

- Ya está, mi niña, limpia y radiante como el Sol.- dijo orgullosa la abuela.

- Gracias Nana.-respondió alegremente la pequeña, dandole un beso en la mejilla. 

La abuela sonrió satisfecha pero su mirada cambió.

- Lissandra, cielo, ¿que tienes en el brazo?- preguntó algo sombría.

- Nada...- respondió la niña agachando la cabeza, avergonzada.

La abuela cogió a la niña y subió la manga, dejando el brazo al descubierto. El brazo de la pequeña estaba lleno de cicatrices de quemaduras, las cuales eran recientes. La niña apartó la mirada con temor a que pudieran hacerla daño de nuevo.

- ¿Que ha pasado?- preguntó la anciana.

- Mamá usó uno de sus palitos de fuego esta vez...- murmuró Lissandra con sus ojos grisáceos inundados en lagrimas.

La abuela chasqueó la lengua en gesto desaprobatorio.

- Mi niña... ya te dije que me llamaras inmediatamente cuando te pasara algo.- atrajo a la niña hasta ella y besó su sien con gesto maternal.- Siempre tienes sitio en casa de la abuela.

- Lo sé, Nana... pero papá se enfada cuando hablo de ti... y me hace daño...- las lagrimas corrían por la cara de la pequeña.

La abuela se agachó hasta ponerse a la misma altura que la niña.

- No llores, preciosa, ya sabes, las chicas fuertes no lloran, y tú, Lissandra, eres una chica muy fuerte. No dejes que ellos puedan contigo.

- Pero... papá y mamá son aún más fuertes...- replicó Lissandra, sofocada por el llanto.

- Tu serás aún más fuerte, mi pequeña muñeca rota.

Lissandra sorbió su pequeña nariz y le dedicó una sonrisa a su abuela.

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