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Debajo de una higuera del bosquecillo, en un gran hueco subterráneo, se encuentra el tesoro más preciado del mundo. Al menos así le llamaba papá.

Los señores nobles del Este imaginarían oro descansando en aquella abertura. Los bárbaros, según me contaba mi padre, asegurarían que tal cosa es imposible, pues no hay hueco que contenga todos los alimentos existentes. En cuanto a mi pueblo, me gusta creer que responderían sin dudar y sin error. «Son libros», dirían.

Quizás pareciese que soy muy fantasiosa, o que duermo en la cama de nubes de un Paiko del río, pero cada una de las pinceladas de mi vida han estado entretejidas de aventuras desde que aprendí a leer. Para mí, como para mi padre, los libros son un cuantioso tesoro. Por desgracia, quien mucho toma del camino de la mente, merma sus ocupaciones y su conexión con este mundo; tal es así que para el momento de su muerte, varios acreedores empezaron a rondar cual moscas.

No podría decir que produjo en mí el llanto, si la noción de no despertar ya rodeada de los volúmenes más mágicos y los pergaminos más sabios o el saber que mi próximo despertar ya no sería el de una persona libre.

—No llores. —Una preciosa muchachita se me acerca; habla una lengua diferente a la del imperio y parece estar segura de que no la entiendo. Por eso intenta transmitir en su tono toda la bondad y paz que puede.

—No lo haré. 

Su boca forma un círculo perfecto de estupefacción mientras yo limpio mis mejillas.

—¿Entiendes mis palabras? —interroga entre titubeos y yo le sonrío antes de asentir.

—Así es. Si no me equivoco es el idioma de Efés. —Ella agita la cabeza emocionada—. ¿Aún no sabes el idioma del imperio? —Esta vez niega, también con un gesto—. Está bien.

—¿Y tú... eres de aquí? —Cuando le digo que sí, sus ojos se abren desmesuradamente; me analiza de pies a cabeza pasando y repasando mi cabello de color cobre—. ¿En serio? Pero ese cabello...

Yo le hago un gesto alegre. Entiendo a que se refiere pues aquel tono es inexistente en el imperio; incluso en el pueblo de Pema, ese con bonitas historias de matemáticos, aquella tonalidad es infrecuente. Ni rojo ni café, ni un batido desprolijo de ambos colores, no; esta combinación sublime solo puede haber sido hecha por los dioses. Por sus dioses.

—Quizá lo saqué de mi madre. —La muchacha asiente y calla, mas unos segundos después su boca amplía la curva ascendente que lleva—. ¿Qué?

—Eres la primera persona con la que puedo hablar desde que me aprisionaron. —Quedo anonadada por esa nueva información. Resulta absurdo. Si, los flavinos son conquistadores pero de ahí a capturar personas como animales, no encaja incluso si estas son de las tribus periféricas. Tomo unos segundos, removiéndome en el muro que me sirve de asiento, para perfilar mi pregunta; aun así ella se adelanta—. Tomar prisioneros de guerra es algo que se hace en todas partes. —Se encoge de hombros.

—Solo soldados. —Ella sonríe ante mi acotación.

—Soy de Efés.

—Entiendo. He leído sus libros. —Parece sorprendida.

—¿Conoces la escritura de Efés? —chilla—. ¡Ni siquiera yo la sé! —La miro incrédula—. Bueno, son las letras o las armas.

—Yo prefiero las letras. —Me observa largamente, asegurando en su mutismo que ya lo había notado, para después entrecerrar los ojos con curiosidad—. ¿Qué? —consulto casi riendo.

—No sé tu nombre y no te he dicho el mío. —Se ríe—. Puedes llamarme Nesttia.

—Puedes llamarme Fern. ¿En que batalla fue?

Una historia de letrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora