V

34 3 3
                                    

Durante nuestro recorrido me vi en la obligación de recalcar que esa especie de mote que he llegado a adoptar como nombre cumple a cabal con las normas de nuestro lenguaje. Al principio Marco se mostró indiferente, pero ahora me está escuchando.

—¿Y es por eso que usamos dos nombres? —pregunta.

—Sí, todo es a causa de los dáricos.

Quizás, solo quizás, nos habíamos desviado del tema hasta llegar a las primeras asimilaciones culturales de nuestro vasto imperio. Me extraña en profundidad que un joven de tan alta clase social, primogénito de un concejal, sepa tan poco del mundo que un día ayudará a gobernar; por otro lado, me estoy divirtiendo mucho.

—¿Y por qué se usan botas siempre? Cuando era pequeño, a veces hacía mucho calor, pero mi madre no me permitía usar sandalias.

Por un momento me asombro de su ignorancia, pero reparo de inmediato en que tenemos la misma edad. ¿Por qué tendría él que saber eso? Se lo explico con toda la simpleza que me es posible aunque, como se puede suponer, no acorto demasiado.

—Pues hace treinta años las sandalias eran bastante comunes, aún siendo invierno; el problema fue que hacía mucho frío y los esclavos y trabajadores no tenían más calzado. —Marco hace una mueca.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues que el río se desbordó con las lluvias de abril y convirtió toda la zona de cultivos en un pantano. La gente empezó a enfermarse, tanto usando botas como llevando sandalias. —Marco detiene sus pasos y yo lo imito.

—¿Y eso por qué?

—Por la humedad; hace que los pies sucios se infecten y se tengan que cortar. —Mi interlocutor parece asombrado—. En el caso de las botas, basta con cubrirlas de linquen, pero no es así con las sandalias.

—¡Un momento! ¿Algas? —Yo le sonrío.

—Sí, esas algas son la mejor manera de protegerse, pues mantienen el agua fuera y filtran las infecciones. Por eso ya no se compran sandalias, porque no son seguras.

Él hace otra mueca.

—¡Eso es muy tonto! ¡No podemos vivir preparándonos para algo que puede que nunca suceda! —Marco hace un mohín, como si quisiera parecer un niño caprichoso; aun así sus palabras me prueban que no estoy ante un idiota.

—Bueno. —Dudo unos segundos—. Eso es cierto, pero en su momento todos estaban muy asustados, por eso solo se usan en ciertos lugares. —Él asiente y cuando pienso que reanudará la marcha me hace otra pregunta.

—¿El linquen no es venenoso?

—¿Venenoso? —Dudo un poco—. En realidad es ácido, capaz de derretir la piel. —Marco hace una mueca.

—Eso suena verdaderamente horrible.

Asiento repetidas veces, y le sonrío con un gesto de duda. «¿A dónde vamos?», quiero decir. En otras circunstancias me hubiera tomado el tiempo, aprovechando el silencio repentino, para observar su castaño pelo aceitado; he de admitir que no me es difícil relacionarlo a uno de los heroes de piel tostada y cabello oscuro de los cuentos para niños. Sin embargo, eso sería en otras circunstancias, no cuando una desconocida mujer acaba de abrir la puerta tras de nosotros. Ambos volteamos.

—Señor. —Observo a la anciana inclinarse un poco hacia adelante y me maravillo del trato tan honroso que le dispensa al mocoso frente a ella. Marco saluda de la misma manera.

—Buenas tardes, Philipa. —Luego se vuelve a mí—. Esa es la cocina. En realidad no tengo un trabajo para ti, así que... ¿sabes cocinar? —Me sonrío y acabo soltando una carcajada.

Una historia de letrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora