VI

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—¡Oh, no! —Es la voz de Samia antes de que le ordenen volver dentro.

La puerta de la cocina se cierra luego de esa exclamación y yo observo el plato hondo de sopa elevarse más y más derramando en el camino varias gotas de caldo que se vuelven manchas al impactar el suelo.

No tengo idea de que hacer; solo extiendo las manos y calculo donde colocarlas para atrapar el plato. El niño me observa con curiosidad.

—Lo lamento —murmuro. No es una disculpa—. Iré a limpiar.

Doy un paso atrás dispuesta a regresar a la cocina y dar con algo que quite las manchas grasosas, sin embargo, el mayor de los hombres presentes levanta la vista y alza un índice para que el niño lo vea.

El chiquillo asiente.

—Fue mi culpa. Yo limpiaré.

Y al parecer mantiene su palabra, pues se aleja corriendo y cruza una entrada en el extremo opuesto de la pieza. Su rojo pantaloncillo desaparece como una saeta y un rastro de migajas lo acompaña.

El hombre, que supongo es el concejal, regresa la mirada a su plato. Solo los ojos oscuros de Marco me acompañan de reojo a medida que me acerco. El plato llega a la mesa y el hombre me echa un vistazo; sus ojos vuelven al plato por un segundo y los regresa a mí para analizarme a profundidad.

En los libros de lino cosido, que no son otra cosa que propagandas de sedición de la enorme isla Otto, se narra que los esclavos bajan la cabeza ante la sola presencia de sus amos, pero si miro al suelo, ¿cómo podría disfrutar del mundo? Yo mantengo la mirada arriba, clavada en Valerio Quintus Valens, mientras él hace lo mismo; es alto, se nota, y de cabello oscuro igual que Marco, pero sus ojos son más claros y cafés. Parece la clase de persona acostumbrada a sonreír, pero no a dar sonrisas completas.

—¿Ella es...? —Veo a Marco dudar entre seguir despachando su sopa o mirarme de lleno. Acaba por golpetear con la cuchara y encogerse de hombros.

—Su nombre es Fern. —El mayor me inspecciona de nuevo y, como ya se ha vuelto típico, fija sus ojos en mi pelo.

—¿De dónde vienes?

Una limpia carcajada rebota en las paredes y se mantiene en el ambiente por unos segundos. Todo parece más pesado con el rostro redondo del concejal vuelto hacia la faz angulosa de su hijo.

—Parece que nadie se va a creer de buenas a primeras que seas flavina. Nadie —vocaliza divertido. Parece ignorar a su padre y centrarse en mí. O, en todo caso, me usa de excusa, de punto ciego al cual volverse.

—¿Flavina? —El mayor no quita ojo de mi pelo—. ¿De qué parte? —Juega con la línea delgada entre ironía y curiosidad genuina.

—De Díminus, señor.

Marco hace un ruidito con la boca y agita la cuchara con la mano. Parece querer hablar, pero no con su padre.

—Curio dijo que era la hija de un investigador. De Lionel Aurelio.

—Ah, sí, el amigo de ese idiota. —Me río y el patriarca de los Valens arquea una ceja en dirección a mí, pero de inmediato se le forma una sonrisa. Parece complacido de que haya entendido sus palabras, porque su hijo a vuelto a enfrascarse en su sopa—. ¿Cuál dijiste que era tu nombre?

—No lo dije. —Alza una ceja de nuevo y después retorna a la sonrisa. Yo digo la verdad, pues fue Marco el que habló por mí—. Soy Fern.

—Ese no es un nombre flavino.

Una nueva carcajada choca con la piedra y el rostro del concejal se descompone observando a Marco reír. No está enfadado, diría incluso que le gusta.

Una historia de letrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora