Prólogo

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07 de Mayo, 1426Vienne, Alemania

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07 de Mayo, 1426
Vienne, Alemania

Caroline lo tenía todo preparado. Sabía que iban a venir a por ella y su familia, pero no era capaz de aceptar tal desgracia. No sería capaz de entregar a la familia que tanto le había costado construir. No solo los querían retener, para que no vuelvan a hacer magia, si no, los quemarían vivos. ¿Quién en su sano juicio permitiría que su familia sufriese tal atrocidad?

Ya tenía preparado el hechizo, tenía la daga lista, todos sus movimientos calculados. Solo faltaba que Marcel, su marido, diera la señal. Podía notar los ojos de sus descendientes llenos de temor.

—No quiero morir, madre —decía Paulino, el más pequeño de todos. Con solo dieciséis años iba a experimentar la muerte, y luego, la resurrección.
Marcel llegó al sótano en donde estaban todos reunidos, agitado, las lágrimas se habían unido a las gotas de sudor que expulsaba su cuerpo.

—Es la hora —habló, observando a su mujer con miedo.

Caroline metió sus manos en el pocillo de madera, que contenía la sangre de cada uno de sus hijos, combinada con la de los dos que los habían engendrado. Cerró los ojos, tenía que concentrarse como nunca antes lo había echo. Todos lloraban en silencio, asustados, incluso Emmanuel, el mayor, que nunca había derramado una lágrima frente a sus parientes. Caroline pasó a marcar la frente de sus hijos, con la mezcla que tenía en aquel pocillo. Con la daga que reposaba en la mesa, en espera a ser usada, se corto la palma de la mano izquierda y en el mismo pocillo en donde antes se encontraba el menjunje del hechizo, dejó que su sangre lo llenara. Se sentía débil, debido a la cantidad de sangre que había perdido, pero no le importaba, como tampoco le importaba prácticamente haber vendido su alma al diablo.

—Beban niños —Caroline le pasó el envase al más pequeño—, rápido —susurró.

Escuchaba cientos de pasos apresurados, encima de su cabeza. Los hombres que los querían muertos, había llegado y estaban a punto de encontrarlos. Ya todos habían bebido, solo quedaba el último paso, pero esperaría, tenía que esperar a que los encontraran para que su plan saliera a la perfección. Marcel apretaba fuerte la mano ensangrentada de su mujer. Nueve pares de ojos llorosos observaban la puerta, cuando un grupo de hombres con antorchas y cadenas entraron. Caroline alzó las manos, mostrando su palma ensangrentada, en signo de rendición.

—Por favor, solo quiero despedirme —la voz le salió desgarrada. Cómo si algún animal salvaje le hubiese arrancado la garganta con los dientes.

Uno de los hombres dio la orden para que tomen guardia, y asintió, dándole permiso a Caroline y Marcel, para que se despidieran. Caroline abrazó uno a uno, mientras con la daga que tenía escondida en su cintura, se las clavaba en el corazón. A causa de la poca luz que había en la habitación, nadie se había percatado de lo que estaba pasando, hasta que el cuerpo inerte de su hijo mayor cayó de la silla en donde se encontraba sentado cuando aún vivía, como un saco de patatas. Marcel no aguantó y se echó a llorar en el suelo, gritando de dolor, por haber perdido a sus hijos.

Los hijos del diabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora