Braulio

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1985, Valencia, España

Braulio se encontraba enfrente del café Sant Jaume viendo pasar una y otra vez a los mismos turistas. Llevaba más de diez minutos esperando en la calle Caballeros y la persona con la que se había citado a través de internet seguía sin aparecer. Acalorado por el sol veraniego, dio unos pasos hacia atrás buscando la sombra y acabó por resguardarse bajo la marquesina del café.

Sus ojos, como dos oscuras cavidades cóncavas, no podían más que entrecerrarse después de toda una noche sin dormir. Agotado de tantos nervios trataba en vano de identificar ese rostro que sólo conocía por algunas fotografías. Su tez, a diferencia del bronceado de las personas que transitaban la calle, era totalmente blanca. Lucía la palidez del que no ha visitado la playa este verano, el blanco del que no duerme por las noches pensando en que va a cambiar su vida para siempre. Larguirucho, endeble, y con unos grandes dientes que sobresalían de su boca como los de un conejo de dibujos animados, miraba de un lado a otro con altivez y distancia. Sin ser consciente de ello no cesaba de atusarse el pelo con amaneramiento, una y otra vez. Por mucho que se afanaba, no conseguía disimular su incipiente calvicie de ninguna manera.

Braulio, a pesar del fuerte calor, vestía una vieja americana marrón, una camisa abrochada hasta el último botón y unos pantalones de pana marrón muy desgastados. Llevaba consigo poca cosa, un pequeño monedero, un billete de tren y una bolsa donde había metido la muda del fin de semana.

Dos minutos después, irritado por la tardanza, decidió esperar dentro del café.

Antes de entrar, se detuvo enfrente de la puerta y a través del cristal se percató de que no estuviera demasiado lleno, le repugnaba el contacto con las masas y la vulgaridad de la gente. Sin mucho aplomo empujó la puerta y, tras unos pasos indecisos, se apoyó discretamente sobre el mármol que cubría toda la barra. La luz que entraba a través de los cristales se reflejaba en los espejos del mueble bar, provocando destellos de colores por todo el local. Braulio, al ver su imagen en uno de ellos, desvió la mirada al suelo descubriendo el mosaico que pisaba. Ensimismado, permaneció mirando las figuras geométricas que formaban las pequeñas baldosas.

Unos segundos después, sintiéndose observado, levantó la cabeza. El camarero, colocado enfrente, le miraba con impaciencia.

⎯Un whisky con hielo.

            El camarero procedió a la preparación de la copa.

⎯Copa balón, por favor ⎯dijo levantando ligeramente la mano de la barra.

Seguidamente Braulio miró a otra parte sin esperar réplica. Después, el solo repiqueteo de los hielos volvió a atraer su atención. El sonido cristalino le trajo a la mente la madera licuada del roble americano. Madera impregnada y recuerdos de noches entre humo, sudor y centeno. Sin prestar la menor atención al camarero observó su copa con detenimiento, el líquido ámbar, dominantemente ambicioso, hacía subir los hielos cristalinos hasta el borde. Llegado el momento, agarró la copa, y acercándola a su nariz olisqueó los aromas ahumados y sus matices florales. Disfrutando de ese pequeño placer bebió con tranquilidad, degustando muy detenidamente y con mucho señorío el alcohol.

Los primeros clientes llegaban y tímidamente se pegaban a la barra mientras la pista de baile permanecía vacía. Sólo el murmullo de las conversaciones le quitaba un ápice de tranquilidad al café.

Braulio, en el extremo de la barra, miraba cómo la luz atravesaba los arabescos que producía su cigarro. El tiempo transcurría lento, eran las nueve de la noche y el sol se resistía a desaparecer. En esos minutos interminables no se quitaba de la cabeza sus últimos seis meses. Había tratado, con escaso éxito, de encontrar pareja en dinstintos bares y discotecas. Pero de aquello ya estaba cansado. Ya no tenía la seguridad necesaria para romper el hielo. Sin embargo esta noche, gracias a internet, todo era diferente. Tenía una cita real, alguien que venía a hablar con él, no se trataba de una persona ajena a la que abordaba en un bar. Esto representaba un avance muy significativo después de tantas noches trasnochando para nada.

Dejó la copa momentáneamente sobre la barra, y tras arremangarse la chaqueta, miró cómo las saetas de su reloj se movían segundo a segundo. Ya veintiocho años ⎯pensó⎯. Veintiocho años de inexperiencia. Aquello debía de notarse.

Había venido a la capital de la provincia desde su pequeño pueblo. Un lugar donde las noches eran más tranquilas. Noches que olían a siembra y a recolecta, noches aciagas en soledad. En la ciudad es donde se conocen los jóvenes o eso le habían dicho. Por eso estaba allí, buscando el anonimato que no le daba una población tan pequeña. Aquí podía equivocarse una y otra vez sin dar explicaciones a nadie. Y hacer aquello a lo que había venido, aquello que resultaba tan difícil en su pequeño pueblo. Ya no estaba en el balcón de su casa junto a su madre y su hermana formando parte del paisaje. Ahora se encontraba en la vida real, eso sí, perdido entre tanta gente. No conseguía acostumbrarse a la masificación, parecía haber personas en todos los lugares. No obstante, sentía que estaba en el camino correcto lejos de la quietud del pueblo, de las miradas, y sobre todo  del qué dirán. Inseguro, pensaba no tenerlas todas consigo. El tiempo corría en su contra y no quería pasar la noche, como otras veces, en la quietud de una vieja pensión cercana a la estación del Norte. Una estación donde ya parecía esperarle el tren de vuelta a su pueblo. Volver en el tren del fracaso, con su bolsa llena de ropa sucia, a la verdadera y solitaria realidad.

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