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La puerta se abrió con un sonido mecánico, igual al del pestillo de una celda de prisión al desbloquearse. Toda la habitación era blanca, vacía, con las ventanas tan altas que apenas iluminaban nada. Una mesa y dos sillas al medio. Tres hombres se encontraban en el lugar; un guardia de seguridad, Wade Wilson y Peter Parker. Wade vestía aquel monótono uniforme azul, correspondiente a los pacientes del Hospital Mental Bianca Hudson, el mejor de Nueva York; estaba sentado, con las manos en puños sobre la mesa, viendo al vacío. Peter lo observó un momento, sintiendo como su corazón se aceleraba.

Peter fue a sentarse en la silla vacía, del lado opuesto a Wade. Sus ojos le miraban con devoción, mientras que los de Wade se notaban perdidos. Un nudo le cerró la garganta a Peter. Odiaba todo de esa situación; las esposas, las drogas que le daban, el hospital... detestaba ver al hombre que amaba recluido en esa insípida institución. Los ojos de Wade finalmente se posaron en él y, por un segundo, brillaron con vida.

—Hola, Wade—saludó Peter con una sonrisa decaída.

—Arañita, creí que ya no vendrías—dijo Wade en respuesta.

—Jamás dejaría de visitarte—afirmó Peter.

Sin importar qué, siempre hallaría la forma, aún contra la voluntad de Tony Stark y Steve Rogers. ¿Qué más daba si eran sus padres adoptivos? No le iban a impedir estar con Wade.

—Eres muy dulce—contestó Wade—. Mi Petey-pay de limón.

—Odio que me digas así—se quejó Peter, bajando la cabeza avergonzado.

—¿Sí? Creímos que conejito te molestaba más—le picó Wade. Las mejillas de Peter se tiñeron de rojo.

—A propósito, ¿cómo están Blanca y Amarilla?—preguntó para cambiar de tema.

—Ahora que lo mencionas, calladas—respondió Wade, había un rastro de extrañeza en su expresión.

—Ya veo—soltó Peter, no sabía que más decir.

Wade pareció perderse una vez más, y a Peter se le llenaron los ojos de lágrimas. Todo era una pesadilla, un mal sueño del que por desgracia no podía despertar. Con las palmas hacia arriba, contempló las marcas casi imperceptibles de sus muñecas, recuerdo de docenas de noches pensando en lo infeliz que era su vida sin Wade. Y no podía evitar sentirse de lo peor, rememorando todas las veces que Wade intentó hacer lo mismo. Él estaba llorando, allí, en la mísera sala de visitas de un jodido hospital psiquiátrico.

Sintió el cálido tacto de Wade, limpiando las lágrimas que resbalaban de sus ojos. Tal vez el hombre estaba perdido, tal vez nunca sería lo que antes, pero Peter jamás perdería la esperanza. Era todo lo que les quedaba.

—No me gusta verte triste—dijo Wade haciendo un puchero—. Larguemonos de aquí y busquemos algo de comer, seguro que el local de Juan sigue abierto—continuó mucho más emocionado. Así era Wade ahora, impredecible; o tal vez siempre lo fue.

—No puedes salir—le recordó Peter negando con la cabeza.

—¿Por qué no?—cuestionó Wade—. Una llamada a papá Tony y ¡puff! De vuelta a la libertad.

Peter pareció considerarlo, descartando por completo aquella irracional -muy tentadora- idea.

—Tienes que quedarte aquí—sentenció, más para él mismo que para Wade—, por tu bien.

—Parece el sermón que daría una madre a su hijo que reprobó una materia—rebatió Wade.

—Tal vez—murmuró Peter.

El silencio cayó como neblina, denso, húmedo y blanco. Peter podía sentir sus pulmones llenarse de aire extraño, sofocante. De pronto parecía dudar que el estar encerrado en ese manicomio era lo mejor para Wade, pasando el rato hasta el tope de medicamentos, solo, sin ser realmente consciente de su medio. Ya ni siquiera tenía a sus voces para acompañarlo.

—No quiero que estés aquí—confesó Peter con la voz frágil y el espíritu quebrado.

—Entonces vete—resolvió Wade. Quizá había perdido la cordura, pero seguía siendo capaz de leer a Peter como a un libro.

—No quiero dejarte—suplicó Peter.

Wade no habló más.

—Lo siento—se disculpó Peter—. Te quitaron todo y no fui capaz de impedirlo—se lamentó—. Quisiera poder remediarlo.

El ver a Peter llorando recargado en la mesa era una imagen que Wade deseaba con todas sus fuerzas apartar. En otro tiempo habría hecho de todo para consolarlo, ahora, le enfurecía. Estaba molesto, con el mundo, su Petey no se merecía sufrir como la hacía. Él era una buena persona, dedicaba su vida al bienestar de la humanidad. Pensar en que quizá la raíz de todo ese dolor era él mismo le hacía odiarse. Asqueado de sí, recordó todas las noches que Peter le detuvo antes de darse un tiro con el revolver, o que le impidió saltar a la muerte desde la azotea de un edificio. Era un maniaco, un loco, un desecho de la humanidad; todo lo despreciable que existía en ese mundo. Peter aún escondía el rostro entre sus brazos.

—Vete—ordenó Wade con todo el dolor de su corazón.

—¿Qué...?—. Peter levantó el rostro, los ojos rojos y una mirada suplicante.

—Largo—repitió Wade entre dientes.

—No, Wade. No voy a dejarte—contrarió Peter.

—¡Dije que te fueras!—gritó Wade levantándose de la silla. En seguida una horda de enfermeros y personal de seguridad entro a la sala. Dos médicos lo sostuvieron de los brazos y lo detuvieron cuando trató de avanzar hacia Peter.

—Wade—habló Peter en un jadeo.

—¡No te atrevas a regresar!—amenazó Wade.

El oficial que entró con ellos jaló a Peter a la salida. Peter se rebatía, terco como su naturaleza lo indicaba. Tenía una promesa, que ninguna fuerza existente le impediría cumplir. Wade lo sabía, estaba seguro que en un mes, Peter estaría de vuelta. Era así, ambos tenían la certeza. Era un deseo irrefrenable de estar juntos, una sensación cálida y corrosiva, como ácido para el alma. Los enfermaba, los condenaba. Vivirían un día más, sangrarían una noche más, y se amarían hasta morir.

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⏰ Última actualización: May 23, 2019 ⏰

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