El pitido indicando el final del escáner resonó a través de todo el laboratorio, despertando bruscamente a Jack del único sueño que había tenido desde hacía mucho tiempo. Se incorporó mirando a su alrededor, nada había cambiado, nada cambiaba nunca. Se acercó a la pantalla del ordenador y revisó los análisis de la grieta, seguían sin nueva actividad.
Había estado soñando, por primera vez en casi 50 años, con su antiguo equipo, el antiguo Torchwood. Por unos segundos sintió que todo seguía igual. Tosh perdida entre sus pantallas, contrastando datos y realizando extraños cálculos. Gwen mirando distraídamente al techo, sentada en la escalera, pensando en cualquier cosa y sonriendo. Owen escondido detrás de un microscopio, analizando detenidamente una célula alienígena mientras susurraba palabras sin sentido para quien las escuchara. Ianto... Ianto, tan guapo como siempre, preparando cafés que luego repartiría entre el equipo, sonriendo como si nada ocurriera. Sus ojos brillaban más que cualquier estrella, llenos de vida y alegría, haciéndole parecer aún más joven de lo que ya era. Le había observado desde el otro lado de la sala, mirándole fijamente, compartiendo entre ellos secretos que nadie más sabia, recordando momentos perfectos, y soñando con todo lo que les esperaba, diciendo aquello y mucho más en una sola mirada, era increíble la forma en la que se conocían, mejor que nadie.
Parpadeó eliminando las lágrimas que le nublaban la vista, ¿Por qué se hacía esto? Obligarse a recordarle sabiendo lo duro que era, ¿Por qué no podía simplemente olvidarle? Todo sería más sencillo, y sin embargo ahí estaba, llorando otra vez.
Habían pasado cien años desde el incidente con los “456”, desde su muerte, y Jack seguía ahí, mientras el mundo avanzaba a su alrededor, el tiempo pasaba y se lo llevaba todo. Poco a poco había reconstruido el laboratorio, exactamente igual que como había estado antes de ser destruido, con cada recuerdo colocado otra vez en su sitio, como si nada hubiera pasado.
Acabó perdiendo el contacto con Gwen, había sido duro, pero prefería eso a tener que verla morir a ella también. Después ya no le quedaba nadie, no había vuelto a saber del Doctor, suponía que se habría olvidado de él, no le extrañaba, al final todo el mundo acababa huyendo, y Martha y Mikey tenían suficientes problemas como para no haber vuelto a llamarle. Una parte de él se preguntaba qué había hecho para acabar perdiendo a todo aquel al que quería, y otra le gritaba que se lo merecía, tenía que pagar su condena, y nada le salvaría.
Se acercó a su mesa y sacó una pequeña caja de madera de uno de los cajones. Dentro había recuerdos, cosas de su antigua vida, de sus mejores amigos. Eran sobre todo fotos, pero entre ellas se encontraba un viejo cronometro ya desgastado por los años. Lo sacó y contempló durante un rato, dándole vueltas entre los dedos, fijándose en cada detalle, los cuales conocía perfectamente. Lo había mirado cientos de veces, era casi lo único que le quedaba de él, y lo conservaba como un tesoro.
Cientos de recuerdos le invadían la mente, habían estado juntos poco más de dos años, y sin embargo con él había vivido mucho más que en toda su larga vida. No podía olvidarlo, había sido culpa suya, estaba muerto y nunca se lo perdonaría. Deseaba con todo su ser poder volver atrás, cambiar aquel momento, salvarle, pero estaba atrapado ahí, atrapado en su propia linea temporal. Pero más aùn deseaba poder decirle que le quería, se odiaba por no haberlo hecho nunca, y ahora eso le atormentaba cada día. Pensar que había muerto creyendo que era solo uno más le rompía el corazón y daría lo que fuera para, al menos, poder cambiar aquello. No había habido nadie importante en su vida después de él y dudaba que volviera a haberlo, nunca nadie podría compararsele.
Cerró los ojos perdiéndose en pequeños momentos de felicidad, recordando detalles insignificantes, el roce de su piel o el olor de su pelo, cosas que no significarían nada para nadie, pero que eran las que más añoraba. Un pequeño lunar al final de la espalda o ese mechón de pelo imposible de peinar, era todo ello lo que le hacia especial, le diferenciaba del resto, creando al chico que tan bien conocía y amaba. Ianto, su Ianto.