Yargulito

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Yarg solía tener un amigo, pero después de un largo día de caza en el que no encontraron más que el nido de una gran y peligrosa serpiente, se quedó solo. Burg, su único compañero en la desolada, fría y húmeda cueva que habitaba, perdió la batalla contra el feroz animal después de la mordida que este le propinó en el pie. Lo peor de todo fue que, esa misma noche, no hubo comida.

Yarg pensó que no podía cometer el mismo error de Burg. Si quería comer –y vivir para hacerlo– tenía que pensar en algo. Llegó a la conclusión de que debía construir un objeto para proteger su pie, aquel que acercaría a la serpiente a la hora de atacar, para evitar que quedara expuesto a sus colmillos.

Miró a su alrededor. Unos cuantos troncos se hallaban apilados en el fondo de la cueva. Eso le serviría, pensó. Era tanta el hambre que ya lo agobiaba que no podía permitirse pensar por mucho más tiempo en lo que haría. Agarró uno de aquellos trozos de madera y un pedazo de roca puntiagudo y afilado que usaba como cuchillo. Primero se cercioró de que el tamaño del tronco fuera similar al de su pie, y empezó a darle forma. Un hueco al centro, donde iría su pie cubierto, y por fuera una punta afilada como una estaca, en caso de que su lanza fallara en dar al objetivo, siempre tendría la opción de atravesarla con el pie. Así fue como Yarg creó el primer zapato.

Feliz y sin poder aguantar más, salió de nuevo en busca del nido de la serpiente. Momentos más tarde volvía a su rocoso hogar victorioso y con una gran sonrisa en su rostro. Su artefacto había funcionado.

Mientras comía la suave y deliciosa carne, pensó que debía darle un nombre a su creación. Hasta ese momento los únicos que tenían algo que pudiera considerarse nombre eran Burg y él; los escogieron porque eran los sonidos guturales que más usaban cada uno. Pensó que si fue él quien creó el objeto, debía tener un nombre parecido al suyo. Finalmente, lo bautizó como Yargulito.

Pasó el tiempo y Yargulito fue de mucha ayuda para Yarg. No había vuelto a pasar hambre y no había conseguido ninguna herida por ataques ni mordidas. El único problema que tenía era que la madera era tan dura que lastimaba su pie, y las astillas solían enterrársele dolorosamente.

Un día, volviendo a su cueva, se encontró con que uno de los matorrales estaba floreciendo, y unas grandes y muy rojas fresas colgaban de sus ramas. Una idea surgió en su cabeza, agarró todo un ramillete y siguió el camino hasta llegar a su hogar.

Una vez allí, separó la fruta de sus ramas y hojas y empezó a llenar su zapato con ellas. Al día siguiente cuando tuvo que volver a la naturaleza en busca de más alimento, metió su pie en el zapato y sintió la frescura y suavidad de la pulpa siendo aplastada. Se sentía perfecto, era lo suficientemente abultada para dar comodidad y las pequeñas semillas le hacían cosquillas. Casi se sentía como un masaje que, al mismo tiempo, exfoliaba su calloso pie.

Desde ese día, Yarg decidió recoger todas las fresas que encontrara en su camino con la intención de tener una reserva por si algún día las necesitaba. También, cuando lavaba los restos de pulpa que quedaban en Yargulito después de un largo día, procuraba guardar las semillas y terminó plantándolas en las afueras de su cueva. Así no volvió a tener dificultades, toda su vida pudo cazar cómodamente, pasando la tradición del zapato a sus hijos, y a la vez esos a los suyos.

Hoy en día, usamos un zapato en cada pie, pero este par no hace ni la mitad de la gran tarea que tuvo que realizar Yargulito. Por esto, debemos honrarlo, y nunca olvidarlo.

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Binomio Maravilloso

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