Capítulo 3

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–Y, dígame señor Bennet, cómo es que ha decidido pasar una temporada en Millerton – preguntó con suma curiosidad mi abuela.

– Ciertamente, señora Collingwood, no tenía ni la más mínima intención de venir a Downingfield. De hecho, he venido a petición del señor Wightman. – respondió el señor bennet con frialdad. La misma frialdad con la que me dirigía breves miradas de soslayo, sin ni siquiera atreverse a dirigirme una sola palabra pese a que me tenía justo a su lado. Comía en silencio, con una elegancia infinita. Sus modales eran exquisitos y aún así, a cada movimiento dejaba una sombra de alma salvaje.

– Vaya, ¿y cómo ha sido eso? – inquirió mi madre con ganas de tener un buen tema del que hablar con la señora Thomson a su próxima visita.

– Naturalmente, Lady Collingwood, al tratarse de un favor para un amigo, y que yo a usted no tengo el placer de conocerla bien, no puede esperar que le cuente las razones por las que he alquilado Millerton House. – dijo ásperamente.

– Desde luego, señor Bennet, está en pleno derecho a no contestar las preguntas que se le hacen. Yo misma evado la gran mayoría, sin embargo, la elegancia y la inteligencia de evitarlas sin ser grosero es un arte que muy pocos tienen ¿no cree? – Todos en la mesa dirigieron sus miradas hacia mí. No consentiría que ninguna persona, en mi propia casa, se atreviese a insultar a mi madre de ese modo. A pesar de ser partidaria de la honestidad y la franqueza, sabía que ese comentario desafortunado totalmente, habría herido el débil orgullo de mi pobre madre.

– ¡Vaya, prima! No sea tan dura con el señor Bennet. Es tan sincero y espontáneo como lo es usted misma. – intervino Andrew, cuando vio en los ojos del señor Bennet, clavados en los míos con tanta intensidad que comenzaban a abrumarme, un breve atisbo de interés y desafío mezclados en perfecta sintonía. Cualquier joven, no importa el sexo, hubiese caído presa de esa sonrisa torcida que escondía el descaro que solo podían permitirse unos cuantos afortunados con ganancias de diez mil libras al año. Pero me negaba rotundamente a entregarle tan siquiera un mínimo de aprecio. No después de venir a mi casa y dirigirse hacia una respetable condesa de ese modo.

–Y muy resolutiva, desde luego. Habrá usted recibido una magnífica educación por lo que veo. – inquirió Lord Bennet con aires de superioridad.

– Tengo que confesarle, señor Bennet, que todo y cuanto se, he de agradecérselo a mi propia inteligencia. Nunca me interesó lo más mínimo aquello que la institutriz se empeñaba en enseñarme. – contesté mirándole con la misma condescendencia.

– ¿Y es su arrogancia cosecha propia también? – preguntó.

– Lo es, exactamente igual que la suya. – le contesté.

En la mesa nadie hablaba, todos se encontraban absortos y conmocionados por la conversación que había tenido con el señor Bennet. Mi abuela parecía ni tan siquiera conocerme: – ¡Mary, ya basta muchacha! – dijo avergonzada. Ruborizada hasta las pestañas miré a mi abuela, y seguidamente a mi plato.

Comí sin volver a participar en las banales conversaciones que mantenían mi padre, Andrew y mi abuela. El señor Bennet continuó tan callado como yo, sin embargo, no estaba tan ensimismado en terminar su roast beef lo antes posible para fingir una indigestión y excusarse a su habitación. Podía sentir todas y cada una de las miradas furtivas que atravesaban mi ser sin ningún decoro.

La cena terminó y, por suerte, tanto mi primo como el señor Matthew Bennet se marcharon en cuanto hubieron acabado; pues al día siguiente se reencontrarían con el señor Wightman, e irían de caza al alba. Sin ni siquiera darle las buenas noches a mi querido padre, me fui a mi habitación completamente apabullada, sin poder casi entender todo lo que había pasado esa noche. Mis dedos temblaban y mis mejillas comenzaron a ser recorridas por dos surcos de agua salada, que dejaban a su paso las lágrimas que irrevocablemente no pararían de brotar aunque lo intentase con todas mis fuerzas.

A través de mis ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora