Capítulo 4

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 – Señorita Peterson, Evelyn, a caso... qué... ¿Qué ha pasado aquí? – pregunté conteniendo la respiración.

– No sé a qué se refiere, Lady Mary Jane ¿se encuentra bien?– dijo con sincera preocupación. Parpadeé para evitar que las lágrimas comenzasen a brotar y asentí con la cabeza, regalándole una sonrisa de agradecimiento.

Esa noche, el primo Andrew no cenó con nosotros, y supuse que había ido a hacer las paces con su amigo, el señor Bennet. Mi madre y mi abuela apenas dirigieron una sola palabra hacia mí.

Quizás era el miedo exagerado a pensar que Andrew pudiese sentir algo más por mí que el simple afecto que se siente por un pariente. De hecho, de no ser porque al cumplir los diez años, mis tíos y él, se marcharon a la casa de Maryton, ni mi moral, ni mi juicio y mucho menos mi corazón me hubiesen llevado a darme cuenta de lo bien parecido que se había vuelto desde la última vez que lo hube visto corretear y hacer travesuras por los jardines de la finca de Lord Collingwood. Sin embargo, cuando mis padres decidieron mandar una larga temporada a mi hermana Emily, recién presentada en sociedad, para acelerar el encariñamiento entre ambos primos, tanto Andrew como mi hermana tras un año separados de nosotros, era de esperar que preparasen una visita a Downinfield Park. Y así fue como a su llegada, la señorita Collingwood, el señorito Collingwood y Sir Wightman, nos deleitaron con una estampa digna de admirar. Mi hermana se había vuelto mucho más guapa de lo que antes era, ¡y me muera si a caso la muchacha podía albergar en sí misma más belleza de la que ya poseía! En aquel momento pensé, que si Andrew no se había enamorado de ella desde el mismo momento en que la vio llegar a Maryton, desde luego, me declaraba ignorante absoluta de lo que los cánones de belleza significaban. Sir Wightman, un respetado, apuesto y, sobre todo, adinerado caballero, lucía unas ropas de lo más elegante, que le hacían parecer todo un galán. Y en cuanto a mi primo, debo confesar que por mis pensamientos rondaron ideas lejos de lo que respecta el significado de admirar a una persona por sus lazos familiares, sino más bien románticos.

Pero no era mi primo quién llamo la atención de mi alocado, rebelde y sensible, en el fondo, corazón. Thomas Lindsay, un joven apuesto con porte de caballero, con poco de caballero y mucho menos de fortuna fue quien embrujó mi alma y me hizo suya desde el primer momento en que se cruzaron nuestras inocentes miradas. Naturalmente, que a la edad de veinte años, una señorita indómita sin causa pero con un fuerte y arraigado sentido del decoro y que además no estaba presentada en sociedad, no pueden esperar que el coqueteo con un joven no mucho mayor sobrepasara los límites de la decencia. Sin embargo, la desdicha que me acometía una tarde de lluvia en las caballerizas mientras mi querido Thomas me ayudaba a adecentar a mi caballo no hubo podido ser de mayor infortunio para ambos. El señor Wightman, quien estoy segura de que ya sospechaba algo, malinterpretó por completo que mi amigo, el señor Lindsay, se hallase encima de mi sobre un montón de paja. Y no fue más que mi torpeza acusada la que hizo que nos empapásemos de barro, y de vergüenza. Intenté explicárselo a mi hermana sin mucho resultado, pues creía ciegamente en Sir Wightman, con quién compartía una estrechísima amistad. Sin embargo, no fueron estos últimos quienes más desaprobaron mi conducta. Mi primo Andrew, lejos de comportarse con la empatía y comprensión que debería al ser también joven; clamó de la forma más insolente que ni mi sentido de la prudencia, ni mi madurez e inteligencia, servían de excusas ante el comportamiento que tenía para con mi amigo Thomas. Creía, pues, y bien firmemente, que los coqueteos que nos traíamos entre manos, por muy inocentes, incluso inofensivos, que fuesen estaban totalmente desestimados entre un lacayo pobre, sin reputación ni bienes con los que mantenerme y una joven exquisitamente educada y de alta alcurnia como lo era yo. Admitiré que di gracias al cielo cuando Sir Wightman sugirió mantenerlo en secreto, a cuya idea brindó apoyo mi hermana, como era de esperar, y posteriormente mi primo, el señorito Collingwood. Los tres me hicieron prometer, que no volvería a hablar con el señor Lindsay, y a cambio ellos ni harían que lo despidiesen, ni le contarían lo sucedido a mi querido padre. Yo, por otro lado, acepté de inmediato. No podría soportar el peso de saber que a mi amigo le habrían despedido por mi culpa, y desde luego, no podría soportar el disgusto de mi padre. Porque aunque yo era bastante más lista que Emily, su inocencia y fuerte sentido de la justicia, hacían que las personas a su alrededor inevitablemente confiaran plenamente en todo y cuanto decía, y si a mi hermana se le ocurría desvelar lo que hubo ocurrido aquella tarde; por más que intentase hacer entrar en razón al más tozudo de los Collingwood, haría honor a su idiosincrasia más notoria.

A través de mis ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora