El frío habitaba en lo más profundo de una oscuridad producida por la falta de luz. Eyla había encontrado a la mañana siguiente el camino de vuelta a su casa, a la Madriguera. Su alcantarilla era un pequeño y claustrofóbico laberinto de ladrillos, un lugar donde la propensión a infundir terror traspasaba su piel, instalándose en sus huesos. En esos últimos días, los más gélidos, se congelaba la fina manta que separaba su vida de un sueño profundo. Se intuía un hedor a muerte aletargada que, a diferencia de la muerte normal, con un olor a gusanos, vómitos y sangre reseca, esta no olía. Si el invierno neutraliza el aroma de las mejores flores, el hielo congela hasta la mismísima muerte.
Eyla utilizaba el aliento de su boca como único alivio para sus dedos. Nunca había sentido un dolor tan frío. Era ya el tercero que se rompía a lo largo de su vida, pero ninguno había sido tan doloroso como este último. No gritaba, pues no tenía ni la voz ni la fuerza necesaria como para oírse a sí misma. Solo se escuchaba el chasquido al recolocar sus raquíticos huesos. Adoraba el invierno tanto como lo odiaba, y eso que este último estaba por comenzar.
El primer indicio de muerte que vio desde que volvió a su hogar fue el cuerpo inerte de un roedor, sin heridas aparentes. Lo más seguro es que la unión de un cuerpo mojado, junto a las bajas temperaturas, habría sido suficiente.
Justo en frente de su pequeño habitáculo, de unos nueve metros cuadrados, totalmente recubierto de humedad y mugre, se hallaba una apertura circular por la cual se observaba el mar y la infinitud de este. Era la desembocadura de la alcantarilla y la vía de escape para el agua acumulada.
A través de la ventana circular se observaban las dos grandes Olas, de aproximadamente cincuenta metros de altura, que se golpeaban la una con la otra como queriéndose abrazar en un baile catastrófico. Todo ocurría justo debajo de sus pies. Suerte que su Madriguera estaba a unos ochenta metros sobre el nivel del mar. Era un espectáculo magistral la primera vez que lo veías, impresionante la próxima decena, mediocre las siguientes cien veces, pero a esas alturas, después de un par de años, ella lo consideraba incluso relajante. Se repetía en lapsos de cinco minutos, las dos Olas gigantes, una por la izquierda del ojo de pez, y otra por su derecha. Justo ante sus ojos se fundían en una, cuyos resquicios del golpe ascendían hasta sus ochenta metros, donde se encontraba. Suponía que aquella rata, se habría acercado demasiado a la ventana, el agua la habría alcanzado y el frío habría hecho el resto. Si Eyla se tenía que acercar a la ventana, aunque raras veces lo hacía, era en el lapso de tiempo en el que descansaban.
Ese día la curiosidad venció y se acercó. Durante cuatro minutos quedó hipnotizada al ver cómo el nivel del mar descendía hasta casi dejar al descubierto el fondo marino. Era la fuerza atractiva de la próxima Ola. Allí, inmóviles, salían a la superficie los sueños incumplidos de aventureros desafortunados, grandes navíos de madera ennegrecida por el paso del tiempo y la humedad. En total podía observar unos quince barcos. Dos de ellos destacaban sobre los demás, eran navíos de dimensiones descomunales. Los otros eran simples barcas de madera como las que se podían utilizar para navegar por los canales de Gerase.
La primera gran nave era una galera, indudablemente en cuanto a su forma, la más veloz de los dos y a la vez la más ligera. Su longitud de eslora era de unos ciento cuarenta pies, veinte de manga y nueve de puntal. Destacaban sus remates en cobre de los tres largos palos que sobresalen en su intento de salir a la superficie, aun cuando las Olas se acercaban. Uno de ellos cedió hacía ya muchos siglos, o eso se presupone, pues no había pista alguna sobre su paradero. Por cada costado se observaban una infinidad de remos de una madera blanquecina, quizás fuera su color original o quizás fueran las innumerables algas que arraigaron sobre ella buscando protección. El terremoto marino que provocaba aquel choque de aguas tendría como epicentro aquel mismo lugar, por lo que la vegetación había evolucionado para defenderse. Era imposible saber cuántas décadas llevaban allí, a no ser que hubieses escuchado alguna historia, como Eyla. Solía recorrer las tabernas cercanas, aunque no se atrevía a entrar, para mendigar un poco de comida o intentar robarla. Todos los días escuchaba historias de todo tipo relatadas por todo tipo de personajes. Dos semanas atrás, un Adorador del Dios Mendigo predicaba un sermón en la plaza del Mercado Menor.
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Solus
FantasyLa profecía prevé un cambio que sacudirá el mundo. En un lugar solitario y desamparado, cuyos confines son azotados por olas inmensas, sobreviven entre el caos y la ignorancia los protagonistas. En esa isla, la única que existe desde el comienzo de...