Capítulo 1

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Recostado sobre su silla, Marv Andrade repeinó su sudoroso y alborotado flequillo entre bufidos, hasta casi el punto de arrancarse media cabellera. No podía ser real, simplemente no podía estar pasando algo así. Después de tantos años porqué ahora y porqué cargarse a uno de los agentes sin razón aparente. Tan sólo hacía media hora que habían encontrado el cuerpo de Félix Rivera en la puerta de comisaría, tan mutilado y con tantos químicos dentro de su cuerpo que era imposible dar con la causa de la muerte. Una escena que aunque lo quisiera no podría desprender de su memoria y que hizo vomitar a medio cuartel. Además, para colmo, al volver a su despacho se encontraba ese panorama, ¿a qué cojones estaba jugando? Dos décadas tras él y era la primera vez que escuchaba su voz... Obviamente la respuesta estaba ahí, pero no tenía sentido. ¿Por qué Félix?

Resignado y sumido en la ansiedad encendió la grabadora de nuevo, y dejó que la voz pusiera fin a sus dudas mientras intentaba tranquilizar sus incontrolables manos recostándolas a puño cerrado sobre el escritorio. Había demasiado que aclarar...

«El orfanato en el que crecí era desde luego peculiar. Su regente, al que todos llamábamos Don Casimiro, era el propietario por herencia de un gigantesco castillo, que se alzaba en una lejana colina, separada por varios kilómetros de un pequeño pueblo de agricultores. El anciano, cansado de una vida de comodidades vacía, decidió poner en pie un lugar donde aquellos que no tenían paraje asistieran, y es así como una treintena de niños encontramos un sitio al que llamar hogar. Cabe destacar que de vez en cuando también aceptó algún varado viajero, que pasaba la noche con nosotros y retomaba temprano su camino sin darnos chance a una despedida. Desde luego la sonrisa de ese viejo era la dosis de tranquilidad y paternidad que nunca nos dieron.

Allí aprendí todo lo que cualquier niño debería aprender; leer, escribir, matemáticas básicas y una fantasiosa visión del mundo, fruto de cientos de excursiones cercanos a la naturaleza. Por otra parte, aquel hombre era un detallista que se preocupaba por nuestra completa salud en todo momento. Aún recuerdo esa navidad en la que yo, con mis 7, y absurdamente aficionado a una película sobre un soldado sobreviviendo en la jungla, me regaló una pequeña navaja de montaña con la promesa de que, como buen guerrero, protegería a mis compañeros; para más tarde, en mi emoción por ser un protector secreto, dejar el objeto escondido bajo mi muñeca con una cinta, todo oculto por la manga de mi camisa, camuflada como una de muchas fantasías infantiles.

El único adulto presente era él, cocinaba para un puñado de niños ruidosos y siempre acertaba con las medicinas que debíamos tomar sin queja y con tremenda facilidad, aunque he de decir que nunca me he puesto enfermo. Y por último, quedaría destacar que a pesar de lo aislado del lugar, los niños encontraban familia frecuentemente, compartiendo una última cena con nosotros para irse de madrugada al día siguiente.

Sin embargo, él no es la única persona que recuerdo de aquellos años, también tenía amigos. Puede que el más destacable fuera Jorge, un chico realmente gamberro y algo regordete que en la mayoría de cenas se quedaba sentado sin probar bocado como castigo por sus acciones. A lo que yo, ya acostumbrado, le solía dar la mía para que dejara de quejarse, dándole también mi vaso de leche. Don Casimiro siempre nos daba uno para cenar con la promesa de que creceríamos rápidamente, aunque como ya era bastante alto me lo solía saltar. Y exactamente así ocurrió aquel día, mi cumpleaños.

Esa mañana el anciano me despertó sonriente asegurando que una familia quería adoptarme, el mejor regalo que me podrían dar, y tal y como era de esperarse, ese día mi amigo también se ganó un castigo, uno que le dolió más de lo normal pues esta vez había tarta para cenar. Aunque como ya era habitual, le di la mía, pues la adopción me había creado un nudo en el estómago y no era capaz de probar bocado.

El asesinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora