Capitulo 4

34 1 0
                                    

No sé cuánto llevo corriendo, ni siquiera sé qué hora es ni donde estoy, lo que si sé y de lo que estoy segura, es que estoy totalmente perdida y cansada.

La policía ha dejado de seguirme y lo sé no sólo porque es imposible que ambos policías hayan podido seguirme la pista y el ritmo de mi carrera, sino también, porque el sonido de la bocina es ahora reemplazado por los cánticos de las aves.

Aunque me estoy muriendo, no reduzco la velocidad, porque sé que sí me detengo, no podré seguir corriendo.

Mis pulmones se acostumbran a la facilidad de la entrada del aire, gracias a la pureza que los bosques contienen, y a pesar de todo mi cuerpo duele, ésto ayuda un poco.

Cierro los ojos un momento y e inhalo profundamente. Extiendo mis brazos como alas y corro tan rápido que siento que puedo elevarme en cualquier momento hastallegar a tocar el cielo.

Sí embargo, en vez de volar, choco contra algo y me caigo de bruces encima de ese algo, que suelta un grito grave al impactar con el suelo.

Abro los ojos al instante y me alejo tan rápido de ese algo, que no es un algo, sino un alguien y que me mira con el ceño fruncido, resaltando sus ojos de un azul intenso. 

Se rasca la nuca con frustración y aparta la mirada. Yo me levanto rápidamente sin disculparme por mi torpeza y sacudo mis jeans.

El chico me mira, ahora no con el ceño fruncido, sino, con una mirada dulce, lo que me parece raro y me dan ganas de golpearlo para quitarle esa mirada de lástima.

Odio que la gente sienta lástima por mí.

No lo golpeo, pero en cambio digo:

—Oye, ¿sabes a cuanto está el pueblo más cercano?

Él me mira y una sonrisa se estampa en su demasiado-perfecto rostro. Una hermosa cruz dorada yace en el centro de su pecho. Revoleo los ojos y desvió la mirada. Me hace sentir incómoda.

Se levanta de un salto, como si no fuera una gran hazaña hacerlo y carraspea para llamar mi atención. Volteo y lo noto a unos pasos míos. Me saca con facilidad una cabeza.

— ¿Por dónde?—demando de mala manera, ya que el parece no decir nada.

Él señala con la cabeza el sendero que yo acababa de recorrer, el sendero a la ciudad.

—No. Acabo de venir de la ciudad, y no quiero regresar. Al pueblo.

El chico asiente y pide con una seña de manos que lo siga. Lo hago, mientras él cruza por el laberinto de maleza, pero a pesar de que intenta ayudarme, necesito insultar a alguien y echarle la culpa de mis problemas, por lo que mil insultos para molestarlo nadan en mi mente. Así que digo:

—Oye, ¿sabes hablar o prefieres expresarte corporalmente? —ladro con amargura y una risa que suena más como el trinar de un ave sale del fondo de su garganta y me agarra totalmente desprevenida.

Se detiene en seco, lo que me hace chocar contra su ancha y musculosa espalda, pero me empujo nuevamente hacia atrás para evitar el contacto.

Voltea su cabeza y me dirige una sonrisa de lado, antes de decir:

—No me gusta malgastar mis palabras con gente que molesta antes de conocer—. Y sin decir o hacer nada más, se da la vuelta y continúa andando como si nada hubiese ocurrido.

Intento lanzarle otra sarta de blasfemias, pero una voz en mi cabeza me lo impide, por lo que aprieto los puños y continúo andando con la boca cerrada.



****



— ¡Al fin, civilización! —grito al cielo al ver las primeras casas alzarse sobre nosotros. Más bien, chozas, pues están hechas de madera y hojas, al igual que otras viviendas que deben de ser establos u otras cosas.

Oigo una risita a mis narices y yo también río, como nunca en años había hecho.

—Sé que es inconveniente, después de haber pasado horas juntos sin hablar, pero, ¿cuál es tu nombre? — pregunto.

—Kalén—dice el, la confianza sonando en su grave voz —. ¿El tuyo?

—Mayra.

—Mayra...—murmura, más para el que para mí. Asiento con la cabeza a pesar de que no me puede ver, y continúo examinando la zona.

Eso sí, de civilizado el lugar no tiene nada.

Los niños corren descalzos por las calles de tierra, sus caritas manchadas con tierra y hollín. Los perros callejeros los siguen pisándoles los talones, meneando los rabos y ladrando con deleite. Las mujeres lavan la mugrosa ropa en enormes tinas llenas de agua sucia, mientras las señoras mayores tejen y remiendan harapos heredados por varias generaciones.

A excepción de Kalén, no hay hombres a la vista en la aldea.

Continuámos caminando por un par de calles zigzaguean antes, hasta que nos detenemos frente a la choza más humilde e incluso la más despedazada de toda la aldea.

Reprimo una mueca de asco, me da demasiada pena las condiciones de vida que un chico tan guapo como Kalén tiene que sobrevivir, así que no hago comentario alguno. Algo debe de percibir el muchacho, pues se encoge de hombros y entra cabizbajo dentro de su vivienda.

Sé que he metido la pata, aunque no sé qué he hecho o dicho, así que me callo y sólo lo sigo al interior de la casa.
Ésta, sólo está compuesta por una única habitación y está decorada con una hornilla barata, una silla, una mesa, y una cama individual. Una puerta se encuentra en el extremo opuesto, supongo que da al baño.

—Acogedor—. Digo con buenas intenciones, pero sé que él no lo cree así, porque me mira dolido.

—Lo siento—. Digo del mismo modo —.Y.... ¿tú sabes si hay un hotel en algún lugar cerca de aquí?

El me mira extrañado.

— ¿Hotel? Te estoy dando mi casa para que te hospedes.

Me sonrojo como manzana y asiento levemente con la cabeza.

—Gracias—murmuro, y él se encoge de hombros como si no fuera gran cosa. Miro por una de las pequeñas ventanas sin cortina de la casa y miro por el pueblo en busca de algún signo de tristeza con el que me pueda relacionar. No obstante, todo parece feliz y lleno de vida. Una señora mayor y arrugada me descubre espiándola por la ventana, y en vez de hacer cualquier cosa como esconderse, deja de remendar algo que parece un vestido, y me saluda, sonriéndome y guiñándome el ojo.

En otros tiempos, esa mujer tuvo que haber sido una muchacha preciosa.

Una sonrisa auténtica se escapa de mis labios y también la saludo.

—Estoy seguro que debes de estar algo cansada por el viaje —. Murmura Kalén, sacándome de mis pensamientos y entregándome un sweater abrigado. Al ver mi cara dudosa, agrega—. En la noche hace frío.

Murmuro las gracias y el asiente y se aleja. Sale de la casa sin hacer ruido, y veo como su espalda se pierde entre un montón de gente de aspecto sucio, mientras que su cabello rubio como el oro y sus prendas igualmente blancas a las nubes del cielo, resaltan entre la multitud.

Un muchacho guapo, debo admitirlo, así como también comprensivo, pues en vez de atacarme con preguntas sobre mi procedencia o porque había escapado de mi casa teniendo la ciudad al alcance, me había dejado permanecer por un tiempo indefinido en su casa.

Me pongo el sweater que tiene un agradable olor a tierra mojada y me recuesto en la cama, solo unos segundos para poder recobrarme.

Cierro los ojos, y por primera vez desde que murió mi hermana, rezo y agradezco a Dios por haberme mandado a ese chico como ángel guardián.

Ángeles y ReinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora